LA
CASERA
A la memoria de María Dayan,
propietaria de Mérida 128,
amiga y fumadora de rentas
El humo del cigarro que terminará matándome hace un nuevo giro sobre la
estancia. Su danza recorre el espacio y comprueba cómo el tiempo corrió hasta
los años setenta y ahí se detuvo.
Siguiendo la danza del humo, encuentro mi rostro en el espejo. Nuevamente
María Dayan, judía liberada, ojos claros, cabello corto y rubio encanecido me
mira recriminándome cómo es que fui a dejarlo. Le recuerdo que era un
católico necio, que quería atarme a otro dogma cuando ya había logrado tejer
mis alas muy lejos de la fé. Ni la
pasión, ni un nuevo credo me iban a quitar la libertad ganada. Nunca. Pero ella insiste: aún así, a
la distancia de las décadas, sigues atada a ese único amor. ¿De qué libertad hablas? Ambas nos preguntamos si hubiera sido más libre estando a
su lado. Y el silencio consume al cigarro y al espejo.
Miro a mi madre entrar. Viene vestida de moñito rosa y vestido celeste; los tines de olanes, en sus zapatitos de charol
rojo, me enternecen. Es una muñeca con alzheimer que no se da cuenta que su piel
decrépita ya no brilla como porcelana. Hoy cumple ochenta y siete años, pero
ella insiste en que cumple siete.
Intenta brincar, pero algo le pasa. Dice que los zapatos le quedan
grandes, cuando lo que le queda grande es el tiempo en las rodillas. Aún así,
falseando una agilidad asombrosa, llega, me da un beso y me dice “Mamá”
abrazándome del cuello. Ahí se queda, tierna.
Quisiera volver a llorar, pero sonrío para no desilusionarla. Y es que la realidad
nos sigue molestando, preferimos el misterioso silencio. Es ahí cuando tocan el timbre.
-Son los nuevos inquilinos -Le digo- Pórtate bien. Tenemos que ver que
sean personas decentes. Van a vivir en el edificio de Jaime.
Y, sentada en el sillón color durazno plastificado, queda muy modosita, esperando.
Tengo una voz rasposa, más aún en el interfono. De ahí a que la parejita
haya pensado que era Mario y no María. Se disculpan mientras yo los miro por la cámara de seguridad que me pusieron mis sobrinos, “para que no le
abra a cualquiera, tía María” Es a colores, como si estuviera viendo la
televisión abierta en technicolor. Él se ve decente, viste bonito, es de piel y
ojos claros, ella se va más carreteadita, morenaza de hombro al aire, flaquilla
buenona, medio hippie. Deben de embonar bien en la cama, tienen casi la misma
estatura. Se toman las manos continuamente. Se miran, se besan. Sí, están
buscando un nido de amor. Les abro y entran. Conforme los escucho subir, reviso
el expediente que entregaron. Ninguno llega a los treinta años, pero los dos
trabajan. Ella hace cine, producción, ¿qué quiere decir con eso? él es ingeniero, eso está
bien, un trabajo decente. Ella debe ser así como trabajadora esporádica, pero él es solvente constante. Él va a mantenerla. El
inquilino anterior les deja el departamento, esa referencia no está mal. El
inquilino anterior era un buen chico, también cineasta, pero ese sí, algo, director según él.
Se fue a Francia a trabajar, aquí no podía hacer películas, ni nada. Ellos le
pagarían el depósito que dio al inicio. Bien. Jaime nunca quiere regresar nada
y qué flojera poner otra vez el piso en renta. Mejor así. Siguen subiendo
mientras los calo con la mirada, imaginándolos en el piso uno del edificio de
mi hermano Jaime que yo, para mi desgracia, administro. Debo aclararles eso
desde el inicio, yo no soy la dueña, soy simplemente la casera. Yo solamente
cobro y ya. Si el departamento se está cayendo, no es mi problema.
Siguen subiendo. ¿Harán muchas fiestas?... bah, con que fumen mariguana
en vez de meterse cocaína, todo irá bien. Prefiero a los inquilinos pachecos
que a los cocos. Los cocos se ponen violentos y rompen el mobiliario. Como el
de antes del cineasta, que era publicista. Un chamaquito prepotente que
maltrataba a su novia, una investigadora que terminó persiguiéndolo con un
tenedor. Ella se veía calmada, así que de seguro él la volvió loca. O los se metieron
tanta basura que les salió el “de moño”. Aún quedan las marcas en los muros,
tres piquitos a la altura de los ojos, en donde estaba la cabecera de la cama. ha de haber estado de terror. El cineasta era pacheco y los pachecos, quien sabe cómo, pero consiguen pagar
más o menos a tiempo. Los cocos, se meten la renta en una noche y hacen esos
desastres hasta acabar con todo. una pena lo del publicista y la novia, se veía que se querían.
Al fin llegan. Son más bonitos en persona, ella es guapa y a él se le cae la
baba por ella. Antes de pasarlos a la sala les explico que mi madre tiene alzheimer, que
no le hagan mucho caso si se pone impertinente. Entran sin saber cómo comportarse al ver a una anciana
que se cree niñita vestida de azul. Pero mi madre es alegre y les ofrece lugar en la sala detenida en los setentas. Primero a los dos juntos, pero luego le dice a él que se siente a su lado. La
parejita se mira confundida, pero accede. Mientras hablamos sobre las
condiciones, la cuota de mantenimiento y los gastos compartidos del agua, veo
cómo mi madre empieza a coquetearle a él.
No hago nada. Esa es la mejor forma de saber qué tanto quieren vivir en
el piso uno del edificio de Jaime. Es más, lo disfruto. Mi madre le cuenta que
es su cumpleaños y que le van a regalar unas muñecas, pero que le faltan
muñecos bonitos como él.
Ella se une a mi mirada silente, él trata de sobrellevar el acoso de la
mejor forma posible, es un chico decente, le quita las manos de su cara. Con
firmeza, pero sin violencia, le dice que la felicita y ella le pide un regalo,
él le dice que le traerá una paleta pero mi mamá quiere un beso y frunce los
labios en piquito y cierra los ojos ilusionada. Él me mira pidiendo clemencia.
Yo sonrío, enciendo un cigarro y me acerco a mi madre.
-No, mamacita, el joven no puede darte besos, viene a rentar el piso uno
del edificio de Jaime, ¿te acuerdas?
-Pero ¿por qué no quiere darme besos, si soy una muñeca?
-Por eso, porque eres una muñequita linda que nos va a dejar firmar el
contrato en paz, ¿verdad?
-Ah, no, no y no y no y no y no y NO ¡NOOO! Y ¡NooooOOOooooOOOooOoo!
Y sale haciendo berrinche, azota una puerta y la escuchamos sollozar en
puchero. Yo simplemente sonrío, les paso el contrato firmado por Jaime y les
aclaro que el edificio es de mi hermano y que yo simplemente soy la casera.
Ella, abuzada, pregunta sobre el apellido,
-Perdón ¿Dayan es judío o libanés?
-Judío, respondo.
-O sea que usted es…
-Era mijita. Aunque sigo teniendo la sangre, no profeso ni formo parte de
la comunidad, por eso los cabrones de mis hermanos me fueron a dejar a la loca.
Por eso me hago cargo de la administración de sus edificios. Por eso, porque me
rebelé desde tempranito.
El humo danza en el silencio incómodo.
-Es un encanto, su madre. En sus buenos tiempos, debe haber sido muy guapa-
dice el joven rompiendo el hielo.
-Sí, lo fue. Levantaba pasiones. Por eso mi papá la internó en un
siquiátrico y así quedó. Aquí tienen las llaves.
-Gracias, dice ella esperanzada
- Un gusto, se despide el muchacho.
Al acercarse, noto ese olor a varón, un olor que pensé que ya se me había
perdido. Sí, es como el de él.
Ambos bajan, contentos, tomados de la mano hasta que les grito
-Una cosa…
Ambos voltean.
-…No fiestas.
-No, no, dice él
-Para nada, dice ella, falsísima.
Me río y ambos quedan turbados. Yo sé que mi risa puede ser perturbadora, es la amargura de los años, no soy yo.
-O, al menos… no muchas… Y si hacen, invitan.
Ambos ríen. Sus rostros iluminados transmiten la esperanza de quien
compartirá una vida. El humo danza en mis pensamientos: sí, seguro se la pasan
muy bien en la cama. Tan bien, que habitarán el piso de Jaime muchos, muchos
años. Se casarán, tendrán dos hijos, se irán a una casa propia, aquí también en
la Roma. Y con los años, se volverán como uno, parte del barrio.
Mayo 4 2013