domingo, 22 de septiembre de 2013

Antes de llover


Se tardó en entender en donde estaba. Al menos el entorno parecía conocido pero no exactamente familiar. Ligeramente desdibujado en su memoria, el territorio se enmarcaba en el conflicto de saberlo y no saberlo. Saberlo lo suficiente como para nunca perderse entre la bruma y andar.
Que los pasos dejaran al lugar mostrarse. Esa era la única conclusión posible.

Anduvo trozos de calles que se rompían en baldosas de porcelana antigua, donde las paredes continuaban como estructuras de vidrio que reflejaban ciudades que no existían. Peatones que volaban en una fantasmagórica alucinación, porque en esas calles no había nadie, más que sus pasos.

Fabuloso y enciclopédico, el mundo se acaba en sus pies como una nota. Y se reconstruía en el siguiente. Apenas volteaba y un muro se sucedía en un juego de espejos hacia el infinito, hacia el río. El río que se antojaba lejano pero que de pronto ya estaba entre sus pies, como una ruta más por donde podía pasar sin hundirse. Bíblico y enciclopédico el río lo llevaba, navegando por entre olas de autos diminutos que pitorreaban su neurosis como una tromba aullido de aves graznosas que se escapaban lentamente, que remordían las ilusiones hacia lugares imposibles, como hormigas que pululaban hasta desaparecer.

Llegó del otro lado del río que no parecía acabar ni de un lado ni del otro sino en esa: la orilla opuesta. Donde la tierra fue fecunda porque tenía cara de dientes de granadas que podía pisar sin problemas. No escurría, era fruta completamente sólida. Avanzó despacio, suponiendo que en cualquier momento explotarían esos dientes rojos y jugosos dejándole su sangre en la camisa y el pantalón, ambos tan apuestos. Los zapatos jugaban a acariciar la calle y pretendían suspenderse, pero no era factible, había que sostener esa humanidad perdida en una ensoñación que podía volverse pesadilla o verdadero rastro del paraíso que se gestaba en su propia mente.

Llegó hasta ella y la abrazó. ¿La conocía acaso? No importaba, estaba viva y perdida en el insomnio de su suerte, igual que él.

Se miraron. Ella quiso reconocerlo de otra vida, de algún sueño y sí, de algún lado le parecía familiar, pero no atinaba a saber de dónde o cuando.

¿Estás perdida?
Si
Yo también
Pues vamos a encontrarnos
¿A dónde?
No sé
Todo es tan raro
Todo se hace y deshace a placer
….
Y empezaron a hacer y a deshacer hasta que lograron hacer un mundo a su medida. Fueron felices, trajeron rutas y granadas y muros de cristal y ríos de autos diminutos que graznaban. Eran felices hasta que llegó la lluvia y desdibujó aquel ventanal vaporoso donde todo aquello, ante mis ojos, estaba realmente pasando.


Londres, 2013-09-12 

sábado, 4 de mayo de 2013

Cuentos Romeños 1


LA CASERA
A la memoria de María Dayan,
propietaria de Mérida 128,
amiga y fumadora de rentas


El humo del cigarro que terminará matándome hace un nuevo giro sobre la estancia. Su danza recorre el espacio y comprueba cómo el tiempo corrió hasta los años setenta y ahí se detuvo.
Siguiendo la danza del humo, encuentro mi rostro en el espejo. Nuevamente María Dayan, judía liberada, ojos claros, cabello corto y rubio encanecido me mira recriminándome cómo es que fui a dejarlo. Le recuerdo que era un católico necio, que quería atarme a otro dogma cuando ya había logrado tejer mis alas muy lejos de la fé. Ni la pasión, ni un nuevo credo me iban a quitar la libertad ganada. Nunca. Pero ella insiste: aún así, a la distancia de las décadas, sigues atada a ese único amor. ¿De qué libertad hablas? Ambas nos preguntamos si hubiera sido más libre estando a su lado. Y el silencio consume al cigarro y al espejo.
Miro a mi madre entrar. Viene vestida de moñito rosa y vestido celeste; los tines de olanes, en sus zapatitos de charol rojo, me enternecen. Es una muñeca con alzheimer que no se da cuenta que su piel decrépita ya no brilla como porcelana. Hoy cumple ochenta y siete años, pero ella insiste en que cumple siete.
Intenta brincar, pero algo le pasa. Dice que los zapatos le quedan grandes, cuando lo que le queda grande es el tiempo en las rodillas. Aún así, falseando una agilidad asombrosa, llega, me da un beso y me dice “Mamá” abrazándome del cuello. Ahí se queda, tierna.
Quisiera volver a llorar, pero sonrío para no desilusionarla. Y es que la realidad nos sigue molestando, preferimos el misterioso silencio. Es ahí cuando tocan el timbre.
-Son los nuevos inquilinos -Le digo- Pórtate bien. Tenemos que ver que sean personas decentes. Van a vivir en el edificio de Jaime.
Y, sentada en el sillón color durazno plastificado, queda muy modosita, esperando.

Tengo una voz rasposa, más aún en el interfono. De ahí a que la parejita haya pensado que era Mario y no María. Se disculpan mientras yo los miro por la cámara de seguridad que me pusieron mis sobrinos, “para que no le abra a cualquiera, tía María” Es a colores, como si estuviera viendo la televisión abierta en technicolor. Él se ve decente, viste bonito, es de piel y ojos claros, ella se va más carreteadita, morenaza de hombro al aire, flaquilla buenona, medio hippie. Deben de embonar bien en la cama, tienen casi la misma estatura. Se toman las manos continuamente. Se miran, se besan. Sí, están buscando un nido de amor. Les abro y entran. Conforme los escucho subir, reviso el expediente que entregaron. Ninguno llega a los treinta años, pero los dos trabajan. Ella hace cine, producción, ¿qué quiere decir con eso? él es ingeniero, eso está bien, un trabajo decente. Ella debe ser así como trabajadora esporádica, pero él es  solvente constante. Él va a mantenerla. El inquilino anterior les deja el departamento, esa referencia no está mal. El inquilino anterior era un buen chico, también cineasta, pero ese sí, algo, director según él. Se fue a Francia a trabajar, aquí no podía hacer películas, ni nada. Ellos le pagarían el depósito que dio al inicio. Bien. Jaime nunca quiere regresar nada y qué flojera poner otra vez el piso en renta. Mejor así. Siguen subiendo mientras los calo con la mirada, imaginándolos en el piso uno del edificio de mi hermano Jaime que yo, para mi desgracia, administro. Debo aclararles eso desde el inicio, yo no soy la dueña, soy simplemente la casera. Yo solamente cobro y ya. Si el departamento se está cayendo, no es mi problema.
Siguen subiendo. ¿Harán muchas fiestas?... bah, con que fumen mariguana en vez de meterse cocaína, todo irá bien. Prefiero a los inquilinos pachecos que a los cocos. Los cocos se ponen violentos y rompen el mobiliario. Como el de antes del cineasta, que era publicista. Un chamaquito prepotente que maltrataba a su novia, una investigadora que terminó persiguiéndolo con un tenedor. Ella se veía calmada, así que de seguro él la volvió loca. O los se metieron tanta basura que les salió el “de moño”. Aún quedan las marcas en los muros, tres piquitos a la altura de los ojos, en donde estaba la cabecera de la cama. ha de haber estado de terror. El cineasta era pacheco y los pachecos, quien sabe cómo, pero consiguen pagar más o menos a tiempo. Los cocos, se meten la renta en una noche y hacen esos desastres hasta acabar con todo. una pena lo del publicista y la novia, se veía que se querían.
Al fin llegan. Son más bonitos en persona, ella es guapa y a él se le cae la baba por ella. Antes de pasarlos a la sala les explico que mi madre tiene alzheimer, que no le hagan mucho caso si se pone impertinente. Entran sin saber cómo comportarse al ver a una anciana que se cree niñita vestida de azul. Pero mi madre es alegre y les ofrece lugar en la sala detenida en los setentas. Primero a los dos juntos, pero luego le dice a él que se siente a su lado. La parejita se mira confundida, pero accede. Mientras hablamos sobre las condiciones, la cuota de mantenimiento y los gastos compartidos del agua, veo cómo mi madre empieza a coquetearle a él.
No hago nada. Esa es la mejor forma de saber qué tanto quieren vivir en el piso uno del edificio de Jaime. Es más, lo disfruto. Mi madre le cuenta que es su cumpleaños y que le van a regalar unas muñecas, pero que le faltan muñecos bonitos como él.
Ella se une a mi mirada silente, él trata de sobrellevar el acoso de la mejor forma posible, es un chico decente, le quita las manos de su cara. Con firmeza, pero sin violencia, le dice que la felicita y ella le pide un regalo, él le dice que le traerá una paleta pero mi mamá quiere un beso y frunce los labios en piquito y cierra los ojos ilusionada. Él me mira pidiendo clemencia. Yo sonrío, enciendo un cigarro y me acerco a mi madre.
-No, mamacita, el joven no puede darte besos, viene a rentar el piso uno del edificio de Jaime, ¿te acuerdas?
-Pero ¿por qué no quiere darme besos, si soy una muñeca?
-Por eso, porque eres una muñequita linda que nos va a dejar firmar el contrato en paz, ¿verdad?
-Ah, no, no y no y no y no y no y NO ¡NOOO! Y ¡NooooOOOooooOOOooOoo!
Y sale haciendo berrinche, azota una puerta y la escuchamos sollozar en puchero. Yo simplemente sonrío, les paso el contrato firmado por Jaime y les aclaro que el edificio es de mi hermano y que yo simplemente soy la casera. Ella, abuzada, pregunta sobre el apellido,
-Perdón ¿Dayan es judío o libanés?
-Judío, respondo.
-O sea que usted es…
-Era mijita. Aunque sigo teniendo la sangre, no profeso ni formo parte de la comunidad, por eso los cabrones de mis hermanos me fueron a dejar a la loca. Por eso me hago cargo de la administración de sus edificios. Por eso, porque me rebelé desde tempranito.
El humo danza en el silencio incómodo.
-Es un encanto, su madre. En sus buenos tiempos, debe haber sido muy guapa- dice el joven rompiendo el hielo.
-Sí, lo fue. Levantaba pasiones. Por eso mi papá la internó en un siquiátrico y así quedó. Aquí tienen las llaves.
-Gracias, dice ella esperanzada
- Un gusto, se despide el muchacho.
Al acercarse, noto ese olor a varón, un olor que pensé que ya se me había perdido. Sí, es como el de él.
Ambos bajan, contentos, tomados de la mano hasta que les grito
-Una cosa…
Ambos voltean.
-…No fiestas.
-No, no, dice él
-Para nada, dice ella, falsísima.
Me río y ambos quedan turbados. Yo sé que mi risa puede ser perturbadora, es la amargura de los años, no soy yo.
-O, al menos… no muchas… Y si hacen, invitan.
Ambos ríen. Sus rostros iluminados transmiten la esperanza de quien compartirá una vida. El humo danza en mis pensamientos: sí, seguro se la pasan muy bien en la cama. Tan bien, que habitarán el piso de Jaime muchos, muchos años. Se casarán, tendrán dos hijos, se irán a una casa propia, aquí también en la Roma. Y con los años, se volverán como uno, parte del barrio.

Mayo 4 2013

martes, 19 de marzo de 2013

Temblor de lobos


Entró a su estudio. La huérfana lo miraba desde la soledad de su pérdida. Por un momento una imagen empezó a perseguirlo hasta que se dibujó sobre de ella en disolvencia sostenida.

Livia era un ángel desamparado caminando entre escombros en busca de sus alas. Al mismo tiempo, era los ojos de una lobezna hambrienta de abrazos.

No pudo hacer nada más que parpadear. Si la seguía mirando, empezaría a levantar las piedras de los edificios caídos buscando plumas. Entre zapatos polvorientos, sartenes enlodados y libreros con dibujos y palabras despedazadas… Plumas para pegar las alas de un ángel atrapado en el temblor del mundo.

Si seguía mirándola, la tensión de esas miradas formaría una cuerda cada vez más tensa haciendo que la lobezna se volviera loba. Y ya echa loba, rompería la física de la cuerda y saltaría hasta tirarlo. En el suelo, lo lamería con dulzura. Él no podría evitar sonreír evidenciando esa mezcla pornográfica de nerviosismo y placer que causa la zoofilia.

Y si la loba continuaba lamiéndolo y besándolo en busca de su abrazo, él se permitiría ser obsceno. La abrazaría de vuelta. Porque sabía que al abrazar a la loba ésta se vuelve una mujer placentera y entonces se encontrarían en igualdad de condiciones, porque él era también un ser placentero, pese a ser, medianamente una mierda. Su animalidad los llevaría hacia un paraíso insospechada mente equitativo. Los arrebataría del mundo, les quitaría la piel y se dejarían tragar por las fauces de lo prohibido. Porque además de loba y ser placentero, comparativamente, era una niña. Y su lazo, aunque no era de sangre, era políticamente igual de prohibitivo.

La niña Livia acaba de perder a sus padres y lo miraba desde esa búsqueda de protección que surge cuando uno quiere amarrar al mástil, porque el cantar de las sirenas es un coro plañidero que le recuerda por momentos, su propia muerte. Y ella, ella quiere vivir.

No pudo hacer nada más que parpadear y evitar los ojos de esa niña mujer a la que siempre había deseado. Caminó hacia el estantero a buscar lo que iba a buscar. Que ya hasta se le había olvidado que era. Y, entonces, sintió que esa mirada estaba buscando presa. La miró de reojo y ella le preguntó una pendejada. Él respondió otra y de momento ella comprendió el rechazo y bajó los ojos hundiéndolos en la tristeza de las polillas, que eran igual de insignificantes que ella misma. O al menos, eso sentía.

Él, el tío político, tomó aquello que estaba buscando y que no se acordaba qué era hasta que lo vio de frente, y estaba apunto de salir del cuarto, huyendo, cuando escuchó el sollozo.
Sí, era una carnada. Lo sabía. Sabía que ella, en su desalmada candidez le estaba pidiendo un consuelo puro. Pero él no era puro. No podía serlo cuando al sentir su fragilidad le botaban las ganas de abrirla en dos y penetrarla desde el inicio hasta el final, comérsela entera, como un lobo hambriento.
Sí. Él era el lobo. No ella.
Ante la revelación, se embistió de sí mismo abrazando a su destino. Mintió como mienten los lobos y la miró con ojos de borrego. Ese era el destino de un animal sanguinario y rapaz, comedor de humanos. Él.
El tío político avanzó hasta el sillón y la abrazó sin decir nada. Ella, lobezna sollozante, corderita baleando, se dejó invadir, estremecida por el calor casi parental que le proporcionaba saberse querida por otro que no habría de abandonarla. Porque no era de su sangre y por eso no estaba condenado. Porque su condición de tío político lo hacía cercano y lejano a la vez. Y ella quería algo no tan cercano. No. Porque todo lo que estaba cerca de ella, en su sangre, se moría y era su culpa. La habían condenado a vivir la muerte de sus más queridos y él, no era tan querido. Estaba bien. Ahí estaba segura.
El tío era fuerte y la podía proteger. Y su abrazo le daba más consuelo que el aire. Además, tenerlo cerca le levantaba los poros de una forma extraña. Tan extraña que los vellos de todo su cuerpo, esos, que acaban de nacer hace unos años, apenas, se alzaban diciendo “presente”. Y ella sentía que todo ese cuerpo le pertenecía, y eso, solamente pasaba cuando él se acercaba a ella.

La abrazó. Ella se enganchó a su abrazo y lloró mientras él le tomaba el cabello, lentamente cediendo a sus instintos, pero a la par, controlándolos. Sabiendo disfrutar el olor y la textura de la ternura antes de devorarla. El tiempo se detuvo. Ella alzó los ojos y lanzó el arpón. Quedaron atrapados en silencio, inmóviles, con la pregunta en la boca ansiosa y la respuesta abierta en los ojos que ya volaban a un encuentro rapaz e incontenible, donde ambas fieras se revolcaban en la bruma y las plumas de los ángeles saltaban de mundo a mundo causando el temblor de la realidad más cruenta: la suya.

Itzia Pintado
 Marzo 19

viernes, 18 de enero de 2013

Trazos


Trazos

En esa casa siempre hay luz, todo está a pedir de boca, como en un cuento. En esa casa el aire se detiene a medias por entre los corredores tejiendo sombras como se tejen los alfileres a las nubes. En esta casa viven mi madre y su sombra. Son un par de siamesas meciéndose frente al barandal de arquitos de teja, siempre con el mismo libro en la mano, abierto, lleno de milagros inútiles.

En esta casa nací y nunca he salido de ella. La miro como se mira al mundo, desde un umbral de asombro que no deja de tener nuevos secretos color grieta, color adobe, color mosaico de formas de alcatraz caído con púrpuras y azules, color telaraña.

Últimamente me dedico a dibujar mapas de mi casa. Juego a que soy el arquitecto que va a construirla, primero marco el área; cien pasos de un lado y doscientos del otro, armo los chorizos pasillos que la abarcan. Los trazo como las ramas abrazan a los árboles, rodeándolos.
Luego dibujo los cimientos, tierra adentro hasta el mismo núcleo de nuestro terreno rojizo, donde cuando llueve, el lodo es mole de jitomate y almendra dulce.
Pinto los pasillos mientras corre mi gis por las paredes atravesadas por cuartos. Cuartos que nadie abre y otros que nadie cierra.
Todos dan al mismo patio color sombra de helechos, color bugambilia, color macadamia.

Es el mismo patio que mi madre mira fijamente esperando que alguna hoja le comparta ese secreto. El que se supone debiera estar escondido entre las páginas de su libro, pero que ella, aún no encuentra.

Cuando llego a esta parte de mi mapa me detengo. Sé que el pasillo de atrás también tiene su patio. Y que es más oscuro porque está techado. Y da a la calle donde se escuchan ruidos cada vez más monstruosos.

Ruidos que nos van a devorar algún día, yo lo sé; cuando la puerta se abra y mi padre ya no pueda contenerlos.

Los ruidos entrarán, explorarán la casa como si ella misma fuera las siamesas tapiadas en la mecedora, perseguirán a mi padre hasta probar su crimen y me llevarán al fin a mi caja vacía. Y es que aquí todos: yo, el aire detenido a medias, madre y su sombra, estamos muertos.

Enero 18 2013

jueves, 10 de enero de 2013

LO INJUSTO Y LO PRUDENTE


LO INJUSTO Y LO PRUDENTE

“había contraído contigo compromisos imprudentes
y la vida se encargó de protestar,
 te pido perdón lo más humildemente posible,
no por dejarte,
sino por haberme quedado tanto tiempo”
Margaritte Yourcenar


Sucedió lo que siempre pasará a su lado, lo inexplicable. Bordeando ese tono azul donde las palabras se enfrían, dijo:
-Es un injusto juego.
La frase tuvo el don de abrir un cofre de imágenes atemporales. Nos imaginé en medio de una inmensidad de gente. Así podíamos ser uno más. Indistintos. Me quedé con ganas de decirle que habíamos sido y que aún éramos tan solo eso: uno más. Pero no dije nada.
Me miró con esos ojos vinos donde se guardaron tantos sueños. Me miró acusándome y volví a recordar esos lugares donde habían guardado pesadillas.

-De pronto tengo unas ganas de virarme, de cambiar de sitio, trasmutar, hacerme inconstante, sí, un poco como tú.-
Ante la referencia me sentí desnuda. Tocaba el punto donde los nervios atragantan todo buen momento. Abrí los ojos como se abren los espejos.
Nos miramos.
Entre ambos se tendía el final o el principio de un mundo. Entendí que él también estaba aquí atrapado por una respuesta que ni si quiera sabía si estaba en mis manos. Ante la duda, seguimos tomando el café, mirando el espejo desde el silencio.

Tenía razón. Es un juego injusto eso de amar hasta los dientes para terminar sentados frente a un café tratando de determinar las bases de algo.  Lo que fuera.
¿Y qué era?
¿La trasgresión del tibio acoplamiento hasta el punto de llevarlo maniatado, preso, a sus extremos más básicos?
¿El sinuoso ceder que exige compartir con alguien todas las horas, todas las palabras, todos los lugares?
¿Estar -siempre estar- en la otra parte que no es uno pero que ya es lo mismo que uno? Lo que no es propio y sí lo es porque pertenece. Lo que no es propio pero lo parece.
¿La descarnada entrega de la cordura?
¿El hastío de la lucidez?
¿La mente en blanco, luego el abismo, luego la nada?

Es injusto determinar las bases de la nada. Y en la nada nos habíamos dejado ir ya una vez. Quizás nos dejaríamos ir de nuevo, quizás para siempre.

Sumidos en los ecos del espejo y su batalla, contemplábamos las posibilidades casi en un pasmo.

No hace mucho, en esta misma ciudad donde ahora nos encontramos, lo confundí con un desconocido. Llevaba tiempo sin acordarme de él, pero esa figura parecida me hizo un guiño hondo en alguna parte. Fue inevitable. Perseguí al recuerdo, tracé el cuestionario y antes de doblar una esquina, el hombre joven se giró asustado y me afrontó duramente. Comprobé que todo había sido simplemente la evocación de un recuerdo que me mantenía presa. Un misterio que algún día tendría que resolver para seguir viviendo. Este era ese día.

El verdadero reflejo del tiempo me miraba desde una cabeza cana y un cuerpo medianamente conservado que ahora estaba haciéndome las mismas preguntas:
¿Estamos hechos para un solo amor?
¿Para sobrevivir hay que matar a la pasión? ¿Ese homicidio es un acto de madurez o de simple cobardía?
¿Qué es lo prudente sino una forma de conservación de la propia existencia?
¿Será que ya he sanado y estoy lista para amar-morir de nuevo?

Nos supimos al instante. A la par, había pasado tanta vida entre medio que éramos prácticamente un par que re-empezaba a conocerse. Hablamos de los hijos, los logros y los fracasos. Establecida en la normalidad de una rutina añeja, me sentí descubierta al comprobar que existía otro que guardaba la contraseña de mi vida secreta. La que ahora me devolvía como un gran regalo. Palabras más, palabras menos, empezó el viaje al retorno:
-Te ibas en dos meses
-Llevabas el estuche del bajo
-Bueno, tú cargabas con tu maleta encima todo el tiempo
-¿Fue en el corredor de la librería?
-Ya te había yo visto antes
-Pero ¿fue ahí que nos encontramos?
-Te ví en otras vidas, ¿ya recuerdas?

Risas. Revivimos besos de arena que marcaron los poros para siempre. Guardamos luto al recordar la masacre que fue esa pasión que nos hundió, de pronto y hace tanto. La misma que se asomaba lentamente atávica.

-¿Fueron dos años o año y medio?
-Fue suficiente.

Silencio. Las imágenes duelen, tus palabras amarran todos los cabos. Ya no conozco mi piel sino en la tuya ¿dónde he estado todo este tiempo?

-Es un injusto juego. Al verte me dan ganas de virarme, de cambiar de sitio, trasmutar, hacerme inconstante, sí, un poco como tú.
         - Como yo contigo. Porque en general yo soy otra, una que no conoces.

Luto y silencio. Un temblor trepida y se instala en el marco del espejo. Es tan
fuerte que me arrasa hasta la última esquina de su vidrio. Lo arrasa dentro del mío, ya no es más que un mismo acantilado donde lo pierdo. Torbellinos equidistantes, necios, atrapando olas que nos revuelcan y nos ahogan otra vez mientras las preguntas vuelven…
¿Estamos hechos para un solo amor?
¿Para sobrevivir hay que matar a la pasión? ¿Ese homicidio es un acto de madurez o de simple cobardía?
¿Qué es lo prudente sino una forma de conservación de la propia existencia?
¿Será que ya he sanado y estoy lista para amar-morir de nuevo?

Fue el silencio el que pagó la cuenta y nos devolvió a la ciudad sin nombre. Huyéndonos, como se huye a una verdad inevitable. La que sabes tan cerca de tu sombra, que piensas que podrás engañarla.

Lo inexplicable fue que teniendo esta vez todo, nos resistimos. Volvimos a ocultar bajo la sombra esa verdad inevitable del amor, bebimos el último café en silencio y nos dejamos ir de nuevo.

Mientras caminaba esas calles frías de Varsovia, donde nunca pensé encontrarlo, mis pasos reflexionaba sobre la imposibilidad de engatuzar a la sombra personal.
Pareciera que estamos hechos para imaginarnos en algún lugar donde la verdad huye, hacia el silencio del espejo.

1994 - 2012

domingo, 9 de diciembre de 2012

Prueba para tintero


LECTURA
Soy una catástrofe del mar
con firme terquedad de ser
en mar abierto


CALDO DE CALDO A LA CACEROLA
Llena el plato de sabor marcial.
Agrega paso de ganso
            que se escurra hacia los bordes de la lengua
y se derrame en las cacerolas.

Cuida que el cucharón sea de cobre.
Cuando pruebes
el chile deberá recordarte cierto zumbido de aviones
bombardeando una moneda herida
                                         en un costado prometeo
y si durante algún aniversario le crece el hígado
para volver a ser carcomido hasta el humo
entonces revuelve muy bien.  

Calienta a fuego lento
que pronto empezará a hervir.
La cabeza de chivo se irá despedazando poco a poco.
                                        (Puedes agregar un toque de queda
                                          o un once de septiembre al gusto)
1972
  Poema de JMP posteado en Malinalco

martes, 4 de diciembre de 2012


HAY LUGARES
(El frío la cobijaría por siempre)


Se tomó un momento para sentir el frío. En la ventana, el vaho empezó a escribir su nombre. Pero lo detuvo. Mejor no recordarlo ahora que finalmente había logrado ser anónima de sí misma. Antes había que hacer memoria. Recrear todo para entender cómo salir de ésa.
En el pasillo, el ojo del perseguidor acechaba el cristal convexo. Los nudillos ansiosos habían tocado, minutos antes, varias veces, la puerta. Lo habían hecho con furia, con demasiada furia.

El secreto estaba en el frío. No le abriría hasta sentirlo adentro. Si dejaba que el calor la invadiese, podría pasar cualquier cosa. Desde un reclamo, cruel y desgarrado donde podía perder la vida, hasta un sexo violento que volvería a encadenarla a ese lugar del cual había logrado escapar hace tanto.

Recordó aquel día. El primer día de su presente.

Tras la embestida, brutal como todas las recibidas, la casona de adobe había quedado sola. La despertó la guayaba cayendo a su lado, hecha puré, en la alfombra de tierra, llena de moscas. Al fondo, el alambique, rodeado por una ancha fila de hormigas, destilaba un mezcal finísimo. Nubia, diecisiete años y ensangrentada hasta las vísceras, se alzó muy lentamente. Caminó descalza aplastando la fruta, dejando hacer a las huestes microscópicas un nuevo laberinto de venganza que recorrió su cuerpo.

Conforme urdía su plan, llegó aquel frío. Al inicio pensó que era la resulta del paso de las hormigas bajando y subiendo por las escaleras de su cuerpo. Pero era otra cosa. Algo metálico sostenía su alma. Algo lúcido y valiente que nunca antes había reconocido en ella, pero que ahí estaba. Las miró hacer. Las hormigas le untaban la respuesta que tanto había esperado. Era simple, era una respuesta gélida.

Se recordó huyendo con el tambo atado en el rebozo, cargándolo a la espalda como una lápida. Recordó caminar durante días vendiendo, dentro de botellitas recopiladas en caminos apenas dibujados por la hierba, el líquido ambarino; compartirlo con camioneros ansiosos por tocarla, acabarlo en el filo de una ciudad donde el frío la cobijaría por siempre.
Hasta ahora, que ese calor con tufo a pasado la traicionaba.

En la ventana, el vaho empezó a escribir su nombre. Esta vez no lo detuvo. Había que hacer memoria.

Recordó que cuando la casaron tenía catorce años. Él cuarenta.  Él ya la había visto días antes en el monte. Ella sintió sus ojos grandes y su abrazo. La verdad, sintió rico. Él le dijo que si quería ser su novia y ella rió. Le dijo que, siendo tan viejo, seguro ya era casado. Él replicó que era viudo y que quería una mujer nuevecita. La quería a ella. Ella salió corriendo monte arriba, tratando de olvidar su abrazo.

Días después, la abuela recibió un fajo de billetes. Le ataron su ropa a un cesto y ella tuvo que seguirlo hasta la casona de adobe donde, desde lejos, se mezclaban los olores de la guayaba, el alcohol y el maguey. Él ya tenía tres hijos: una de diez que la odiaba, uno de seis que la amaba y uno de dos, que lloraba todo el tiempo. Dos cabras, una mula, tres guajolotes, un gallo que había logrado sobrevivir a la pelea, diez árboles frutales y una siembra larga larga de nopal que escondía a otra, la del maguey.

El frío comenzó a sembrarse nuevamente. Cuando recorrió sus venas con una solidez inmejorable, supo perfectamente lo que tenía que hacer. Antonia, su amiga cocinera, se lo había dicho antes: “casar a una menor es ilegal, si lo denuncias, te lo quitas de encima”. Avanzó hacia la puerta y se lo dijo a él. Se hicieron de palabras hasta que la puerta fue derrumbada y empezó la embestida. Igual que antes. Pero ahora en aquella casa fina donde Nubia trabajaba de lunes a sábado, de cinco am a once pm, cuidando niños, escuchando pleitos, recogiendo desastres.

Lo dejó hacer. Le preocupaba que su marido, reclamando que si abandono de hogar, que si robo y perjuicio y quién sabe qué tantas cosas, lo manchara y lo rompiera todo. Ella tendría que pagarlo. Por eso no puso resistencia. Simplemente se concentró en ser ella el blanco de la agresión. Recibió un golpe tras otro. Se sabía capaz de aguantar hasta desvanecerse. Lo dejó hacer tratando de mantener el frío en su interior, sintiendo crecer la embestida, cada vez más brutal. Temía incendiarse si el calor le ganaba. Y si se incendiaba, sabía que lo mataría. Sin más.  

No tuvo que llegar al desmayo. Antes llegó el portero, la policía. Se lo quitaron de encima y se lo llevaron. Luego la revisaron: dos dientes, un ojo, las costillas, quizás una pierna. Pero aún podía caminar, otro milagro. 

Cuando terminó la curación, los señores le pusieron sus cosas en una canasta y la corrieron.
Al menos no tuvo que pagar por daños, tampoco denunció. ¿Para qué?

Sintiendo cómo el frío la cobijaría por siempre, prefirió andar las calles. “Hay lugares donde la justicia es injusta.” Le había dicho también Antonia.

(Dibujo Carla Rippey, el Heraldo negro) 


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