martes, 19 de marzo de 2013

Temblor de lobos


Entró a su estudio. La huérfana lo miraba desde la soledad de su pérdida. Por un momento una imagen empezó a perseguirlo hasta que se dibujó sobre de ella en disolvencia sostenida.

Livia era un ángel desamparado caminando entre escombros en busca de sus alas. Al mismo tiempo, era los ojos de una lobezna hambrienta de abrazos.

No pudo hacer nada más que parpadear. Si la seguía mirando, empezaría a levantar las piedras de los edificios caídos buscando plumas. Entre zapatos polvorientos, sartenes enlodados y libreros con dibujos y palabras despedazadas… Plumas para pegar las alas de un ángel atrapado en el temblor del mundo.

Si seguía mirándola, la tensión de esas miradas formaría una cuerda cada vez más tensa haciendo que la lobezna se volviera loba. Y ya echa loba, rompería la física de la cuerda y saltaría hasta tirarlo. En el suelo, lo lamería con dulzura. Él no podría evitar sonreír evidenciando esa mezcla pornográfica de nerviosismo y placer que causa la zoofilia.

Y si la loba continuaba lamiéndolo y besándolo en busca de su abrazo, él se permitiría ser obsceno. La abrazaría de vuelta. Porque sabía que al abrazar a la loba ésta se vuelve una mujer placentera y entonces se encontrarían en igualdad de condiciones, porque él era también un ser placentero, pese a ser, medianamente una mierda. Su animalidad los llevaría hacia un paraíso insospechada mente equitativo. Los arrebataría del mundo, les quitaría la piel y se dejarían tragar por las fauces de lo prohibido. Porque además de loba y ser placentero, comparativamente, era una niña. Y su lazo, aunque no era de sangre, era políticamente igual de prohibitivo.

La niña Livia acaba de perder a sus padres y lo miraba desde esa búsqueda de protección que surge cuando uno quiere amarrar al mástil, porque el cantar de las sirenas es un coro plañidero que le recuerda por momentos, su propia muerte. Y ella, ella quiere vivir.

No pudo hacer nada más que parpadear y evitar los ojos de esa niña mujer a la que siempre había deseado. Caminó hacia el estantero a buscar lo que iba a buscar. Que ya hasta se le había olvidado que era. Y, entonces, sintió que esa mirada estaba buscando presa. La miró de reojo y ella le preguntó una pendejada. Él respondió otra y de momento ella comprendió el rechazo y bajó los ojos hundiéndolos en la tristeza de las polillas, que eran igual de insignificantes que ella misma. O al menos, eso sentía.

Él, el tío político, tomó aquello que estaba buscando y que no se acordaba qué era hasta que lo vio de frente, y estaba apunto de salir del cuarto, huyendo, cuando escuchó el sollozo.
Sí, era una carnada. Lo sabía. Sabía que ella, en su desalmada candidez le estaba pidiendo un consuelo puro. Pero él no era puro. No podía serlo cuando al sentir su fragilidad le botaban las ganas de abrirla en dos y penetrarla desde el inicio hasta el final, comérsela entera, como un lobo hambriento.
Sí. Él era el lobo. No ella.
Ante la revelación, se embistió de sí mismo abrazando a su destino. Mintió como mienten los lobos y la miró con ojos de borrego. Ese era el destino de un animal sanguinario y rapaz, comedor de humanos. Él.
El tío político avanzó hasta el sillón y la abrazó sin decir nada. Ella, lobezna sollozante, corderita baleando, se dejó invadir, estremecida por el calor casi parental que le proporcionaba saberse querida por otro que no habría de abandonarla. Porque no era de su sangre y por eso no estaba condenado. Porque su condición de tío político lo hacía cercano y lejano a la vez. Y ella quería algo no tan cercano. No. Porque todo lo que estaba cerca de ella, en su sangre, se moría y era su culpa. La habían condenado a vivir la muerte de sus más queridos y él, no era tan querido. Estaba bien. Ahí estaba segura.
El tío era fuerte y la podía proteger. Y su abrazo le daba más consuelo que el aire. Además, tenerlo cerca le levantaba los poros de una forma extraña. Tan extraña que los vellos de todo su cuerpo, esos, que acaban de nacer hace unos años, apenas, se alzaban diciendo “presente”. Y ella sentía que todo ese cuerpo le pertenecía, y eso, solamente pasaba cuando él se acercaba a ella.

La abrazó. Ella se enganchó a su abrazo y lloró mientras él le tomaba el cabello, lentamente cediendo a sus instintos, pero a la par, controlándolos. Sabiendo disfrutar el olor y la textura de la ternura antes de devorarla. El tiempo se detuvo. Ella alzó los ojos y lanzó el arpón. Quedaron atrapados en silencio, inmóviles, con la pregunta en la boca ansiosa y la respuesta abierta en los ojos que ya volaban a un encuentro rapaz e incontenible, donde ambas fieras se revolcaban en la bruma y las plumas de los ángeles saltaban de mundo a mundo causando el temblor de la realidad más cruenta: la suya.

Itzia Pintado
 Marzo 19