martes, 4 de diciembre de 2012


HAY LUGARES
(El frío la cobijaría por siempre)


Se tomó un momento para sentir el frío. En la ventana, el vaho empezó a escribir su nombre. Pero lo detuvo. Mejor no recordarlo ahora que finalmente había logrado ser anónima de sí misma. Antes había que hacer memoria. Recrear todo para entender cómo salir de ésa.
En el pasillo, el ojo del perseguidor acechaba el cristal convexo. Los nudillos ansiosos habían tocado, minutos antes, varias veces, la puerta. Lo habían hecho con furia, con demasiada furia.

El secreto estaba en el frío. No le abriría hasta sentirlo adentro. Si dejaba que el calor la invadiese, podría pasar cualquier cosa. Desde un reclamo, cruel y desgarrado donde podía perder la vida, hasta un sexo violento que volvería a encadenarla a ese lugar del cual había logrado escapar hace tanto.

Recordó aquel día. El primer día de su presente.

Tras la embestida, brutal como todas las recibidas, la casona de adobe había quedado sola. La despertó la guayaba cayendo a su lado, hecha puré, en la alfombra de tierra, llena de moscas. Al fondo, el alambique, rodeado por una ancha fila de hormigas, destilaba un mezcal finísimo. Nubia, diecisiete años y ensangrentada hasta las vísceras, se alzó muy lentamente. Caminó descalza aplastando la fruta, dejando hacer a las huestes microscópicas un nuevo laberinto de venganza que recorrió su cuerpo.

Conforme urdía su plan, llegó aquel frío. Al inicio pensó que era la resulta del paso de las hormigas bajando y subiendo por las escaleras de su cuerpo. Pero era otra cosa. Algo metálico sostenía su alma. Algo lúcido y valiente que nunca antes había reconocido en ella, pero que ahí estaba. Las miró hacer. Las hormigas le untaban la respuesta que tanto había esperado. Era simple, era una respuesta gélida.

Se recordó huyendo con el tambo atado en el rebozo, cargándolo a la espalda como una lápida. Recordó caminar durante días vendiendo, dentro de botellitas recopiladas en caminos apenas dibujados por la hierba, el líquido ambarino; compartirlo con camioneros ansiosos por tocarla, acabarlo en el filo de una ciudad donde el frío la cobijaría por siempre.
Hasta ahora, que ese calor con tufo a pasado la traicionaba.

En la ventana, el vaho empezó a escribir su nombre. Esta vez no lo detuvo. Había que hacer memoria.

Recordó que cuando la casaron tenía catorce años. Él cuarenta.  Él ya la había visto días antes en el monte. Ella sintió sus ojos grandes y su abrazo. La verdad, sintió rico. Él le dijo que si quería ser su novia y ella rió. Le dijo que, siendo tan viejo, seguro ya era casado. Él replicó que era viudo y que quería una mujer nuevecita. La quería a ella. Ella salió corriendo monte arriba, tratando de olvidar su abrazo.

Días después, la abuela recibió un fajo de billetes. Le ataron su ropa a un cesto y ella tuvo que seguirlo hasta la casona de adobe donde, desde lejos, se mezclaban los olores de la guayaba, el alcohol y el maguey. Él ya tenía tres hijos: una de diez que la odiaba, uno de seis que la amaba y uno de dos, que lloraba todo el tiempo. Dos cabras, una mula, tres guajolotes, un gallo que había logrado sobrevivir a la pelea, diez árboles frutales y una siembra larga larga de nopal que escondía a otra, la del maguey.

El frío comenzó a sembrarse nuevamente. Cuando recorrió sus venas con una solidez inmejorable, supo perfectamente lo que tenía que hacer. Antonia, su amiga cocinera, se lo había dicho antes: “casar a una menor es ilegal, si lo denuncias, te lo quitas de encima”. Avanzó hacia la puerta y se lo dijo a él. Se hicieron de palabras hasta que la puerta fue derrumbada y empezó la embestida. Igual que antes. Pero ahora en aquella casa fina donde Nubia trabajaba de lunes a sábado, de cinco am a once pm, cuidando niños, escuchando pleitos, recogiendo desastres.

Lo dejó hacer. Le preocupaba que su marido, reclamando que si abandono de hogar, que si robo y perjuicio y quién sabe qué tantas cosas, lo manchara y lo rompiera todo. Ella tendría que pagarlo. Por eso no puso resistencia. Simplemente se concentró en ser ella el blanco de la agresión. Recibió un golpe tras otro. Se sabía capaz de aguantar hasta desvanecerse. Lo dejó hacer tratando de mantener el frío en su interior, sintiendo crecer la embestida, cada vez más brutal. Temía incendiarse si el calor le ganaba. Y si se incendiaba, sabía que lo mataría. Sin más.  

No tuvo que llegar al desmayo. Antes llegó el portero, la policía. Se lo quitaron de encima y se lo llevaron. Luego la revisaron: dos dientes, un ojo, las costillas, quizás una pierna. Pero aún podía caminar, otro milagro. 

Cuando terminó la curación, los señores le pusieron sus cosas en una canasta y la corrieron.
Al menos no tuvo que pagar por daños, tampoco denunció. ¿Para qué?

Sintiendo cómo el frío la cobijaría por siempre, prefirió andar las calles. “Hay lugares donde la justicia es injusta.” Le había dicho también Antonia.

(Dibujo Carla Rippey, el Heraldo negro) 


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario