“El matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar,
una eterna obra inacabada,
una continua exigencia
de llegar al fondo de sí mismo
y reinventarse en relación con el otro,
Paul Auster, Carta a Carta
Suponían que un
viaje rescataría a la relación. Aunque, de antemano, sabían que fenecerían en sudoeste
o en oriente. Al día siguiente o en un mes. La apuesta, contra viento y marea, era una idílica metamorfosis. Ya en el colmo de la buenaventura, una
translocación -ciento ochenta grados- de la entidad “pareja”.
Como se implora una caída de un veinte, buscaban trastornarse desde la punta del cogote hasta la raíz ancestral, de forma que al regreso ya fueran otros. Era una pueril ilusión. La añoranza del trueno transformador, en el fondo respondía a la idea de que un suceso místico-sicomágico les ahorraría años de terapia, borracheras lacrimosas y confesiones indebidas con extraños, además de muchísimo dolor.
Sería el último de sus viajes juntos y todo aquello que no querían llevar a la luna de miel (-da), aquello rotulado como lo “íntimo – marchito” empezaba a dibujarse poco a poco en la maleta.
Como se implora una caída de un veinte, buscaban trastornarse desde la punta del cogote hasta la raíz ancestral, de forma que al regreso ya fueran otros. Era una pueril ilusión. La añoranza del trueno transformador, en el fondo respondía a la idea de que un suceso místico-sicomágico les ahorraría años de terapia, borracheras lacrimosas y confesiones indebidas con extraños, además de muchísimo dolor.
Sería el último de sus viajes juntos y todo aquello que no querían llevar a la luna de miel (-da), aquello rotulado como lo “íntimo – marchito” empezaba a dibujarse poco a poco en la maleta.
Debido al estado de falsa calma, todo estaba siendo elegido con
extremísima cautela. Los artículos de baño, reflejo de la convivencia íntima
cotidiana, se repasaban en función de las necesidades del otro: óvulos
anticonceptivos era colocados simbólicamente junto a la loción alter-shave, la
pomada contra hongos al lado de las pinzas para sacar los vellitos de las
cejas. Se cuidaba sobre todo que la ropa no diera dobles mensajes. El traje de
baño cauto, encima del bikini provocador, escondía a su vez una tanga putona,
por si acaso se daba que la reconciliación fuera en extremo lúdico-erótica.
Pero estaba bien escondida.
Entre los
víveres, él deslizó una botella de mezcal para sugerir una relajación
provocadora y guardó un poco de marihuana pensando en la cumbre de la
reconciliación: un postcoito pacheco.
Los libros. Cada una de las
lecturas de uno y otro lado eran pensadas para no causar molestias ni
comentarios incómodos, mucho menos polémicas ancestrales que mostraran, de
nuevo, los puntos de vista encontrados. Los elegidos eran libros neutrales, para
distraer a las ardorosas tentaciones de la palabra. Los discos para el cd del
auto eran parcas melodías que buscaban decir "No hablemos. Mejor un play list que nos mantenga cercanamente lejos". De ahí que fueran Pärt
y Teleman quienes encabezaban la lista que buscaba la sublimación musical, muy
lejos de lo humano.
El alba se encendía cuando metieron todo aquel destino en la
cajuela. Subieron al auto sin hablarse. No hubo necesidad, el noticiero de la
radio habló por ellos.
Al llegar al
desayuno en la tradicional parada a las afueras de la ciudad, repasaron juntos
los pispiretos folletos que acompañaban al mapa. En ellos se anunciaban, con
espectaculares fotografías, lugares donde lo idílico prometía ser una nimiedad
frente a la realidad vendida a través de lo imaginario. Compartieron expresiones
monosilábicas como -Oh, ah, mjm, sí, ok - y emprendieron la huida hacia ese paraíso donde
la misión era el cliché por excelencia: renovarse o morir.
Durante la carretera volvieron a susurrar las comunes rispideces, las que
siempre saltaban al aire. Sabían que eran verdaderas naderías, pero eran
incontrolables. Lo peor, es que se habían vuelto sumamente poderosas y los
traspasaban como balas perdidas. Cosas estúpidas como si el aire de la ventana
abierta la molestaba; replicas como que el ventilador del auto para él no era
suficiente. Eso sí, estaban de acuerdo en no encender el aire acondicionado porque
destruía la capa de ozono. Al llegar a ese tipo de conclusiones las poderosas
naderías de la destrucción se apaciguaban, pero diez kilómetros más tarde
llegaba otra lluvia de absurdos: poner el cd o dejar la radio de transmisión
citadina que empezaba a perderse. Ante la discusión infértil, ni Pärt ni
Teleman sobrevivieron. Se acabo la música.
Treinta y cinco kilómetros más tarde, llegaron al embotellamiento de un
entronque. Él habló. Le parecía que en la fila, los autos eran gotas de un río
de cajitas móviles perdidas en la sierra. Siguió evocando imágenes de gotas y
cajas hasta que ella habló sobre la inútil construcción de entronques que no
consideraban el impacto del encuentro de tantos vehículos. Propuso exigir
al menos cinco carriles para casos como el que estaban viviendo. Como
únicamente había dos carriles, la discusión empezó a ladearse. Que si el carril
izquierdo era mejor que el derecho o viceversa. Mientras ella cambiaba de uno a
otro, aquel tropel de cuchillitos de naderías se volvió cada vez más filosos. A
punto de comenzar una sádica carnicería, salieron del entronque y la carretera
súbitamente se volvió de cinco carriles. Él giró el rostro y anunció con su
silencio que no diría nada más. Ella se concentró en manejar hasta que de reojo miró su perfil y se sintió
aliviada de no hacer el viaje sola, como en el inicio pensó que sucedería.
El viaje surgió una semana antes cuando se levantó realmente agotada. Se
dijo que si no salía de la casa unos días, a viajar, a recuperar un “yo” que
estaba perdido por allá fuera, no iba a aguantar ni un mes más ni con él ni
consigo misma. Además, era su cumpleaños y no quería fiesta. Por eso él se sintió
obligado - chantajeado a ir con ella.
Mientras él dormía profundamente, llegaron a una caseta que apareció
surgida de la nada y sin aviso. Ella tuvo que frenar no tan ligeramente. Él
despertó. Ella eligió un carril donde un camión de tres ejes parecía haberse
quedado atorado. Al inicio pensaron que la cajera no podía cobrar por algo así como que se le
había "caído el sistema". Ya estaban los dos mentando madres contra los costos y
la privatización de las carreteras del país cuando el conductor salió de su
camión y fue hacia ellos. Aclaró que ni podía pagar ni pensaba irse y que
buscaran otra caseta. Quería que le dieran paso, simplemente. El tipo resultó
mucho más necio que ellos. Hartos de ver los dimes y diretes del conductor, él
salió del auto y movilizó hacia atrás la fila donde ya había otros dos autos, un
camión de redilas y otro tres ejes. Finalmente, avanzaron.
El suceso les dio horas de qué hablar. Decidieron parar a comer donde él
vacacionaba en sus años de infancia. Al estacionar el auto, caminaron por el
empedrado y ella encontró un grillo de patas moradas y amarillas. Observaron
sus engranes, la palpitación creciente ante sus curiosas miradas. Cuando saltó,
él sintió que era una señal de buena suerte. Pensó que superarían ésta crisis
como habían superado tantas otras. La miró de reojo y se felicitó por haber
accedido a estar con ella, así, solos, de viaje.
Durante la comida discutieron sobre el vino. Con uno de sus típicos “Por
cierto” que para ella nunca venían al caso, él aprovechó para decirle que la
madre de ella comía con mucha sal. Ella
resintió el comentario, le dijo que estaba convencido de que la intención era
aleccionadora. –Ya sé que cuando mi madre truene, va a tronar con todo:
tabaquismo, diabetes, presión alta, lo sé. Se pensó cuidando a su madre en sus
últimos días. Se vio sola. Enterrándola.
Él no dijo más. Hablar de la santa madre de ella,
era muy peligroso. Ambos se concentraron en afilar el oído hacia la mesa más
cercana. El hijo, un bellísimo Adonis de no más de veintitrés años, venía de
visita con el novio, un varonil
australopitecus de más de cuarenta. El padre y el hijo discutían álgidamente. Saltaban al aire palabras como “respeto”, “tolerancia” y apoyo. Mientras tanto el novio y la madre se sonreían incómodos.
Cuando la familia
se fue, él notó que tanto el padre como el hijo había tenido o tenían leucemia.
Ella preguntó por qué y él le hizo notar que ambos cojeaban de la misma pierna.
Mientras el padre usaba bastón, el hijo se mantenía bastante bien, pero, como
era mucho más alto que el padre seguramente sufriría más cuando sus huesos se
volvieran pesados.
Más tarde, cuando el vino había logrado cierto efecto, llegó a la mesa,
de la nada, el tema de los celos que según él, ella escondía. Ella lo retó a
ejemplo concreto y él le hizo ver que cuando conocieron a K, K se mostró muy
lanzada y ella se hizo a un lado dejándolo solo con "la acosadora". Ella defendió
que justamente eso probaba que ella no era celosa, él replicó que, como ella
era mucho menos transparente que el resto de las mujeres que él conocía, ella
escondía sus celos en un sadomasoquismo justificado. Que, en el fondo, era una
trampa echa para que él cayera y así ella pudiera comprobar su necedad ideática
de que todos los hombres eran infieles y descarados como el padre de ella.
Entonces aclaró que él no era como el padre de ella ni como su propio padre y que
no todos los hombres tenían un molde ideático, por tanto ella debía aceptar su
masoquismo y aceptar que, como todas las mujeres del mundo, era una celosa. Ella
lo odió agradeciendo la llegada de dos hondureños que frenaron la plática.
Cargando una mochila dada en un albergue, les pidieron apoyo para continuar el viaje al otro lado. Ella les dio un billete de cincuenta y lo miró implicando, pero él se negó a dar nada. Cuando los hondureños se fueron, él contó la historia del hombre de San José del Pacífico. Como era una historia nueva, y ninguno quería seguir hablando de los celos, ella escuchó.
Cargando una mochila dada en un albergue, les pidieron apoyo para continuar el viaje al otro lado. Ella les dio un billete de cincuenta y lo miró implicando, pero él se negó a dar nada. Cuando los hondureños se fueron, él contó la historia del hombre de San José del Pacífico. Como era una historia nueva, y ninguno quería seguir hablando de los celos, ella escuchó.
Tenía veintitres años y había ganado su primer pago por una publicación
académica sobre Adam Smith, no el rockero. Camino al metro un Oaxaqueño desubicado y con gesto
de terror paranoico le pidió dinero. Para quitárselo de encima, él le dio un
boleto de metro y le señaló hacia el norte. Pero cuando lo vió cruzar en medio
del eje siguiendo hacia el norte sin medir las consecuencias, a ciegas,
comprendió que el hombre ya había cruzado cierto umbral. Alertado por la
velocidad, lo rescató del embiste de un pesero rapero. Así empezó una brevísima
pero profunda amistad. El hombre había ido a la ciudad a vivir con su hermano.
No por gusto. Una cuestión política había provocado en el pueblo las matanzas.
Tras matarle a la mujer y al hijo, lo habían desplazado. Al llegar a la ciudad
el hermano ya no estaba y eso comprobaba que nada tenía sentido en su vida. Quería y necesitaba volver
a su pueblo. Sabía que regresaría a morir. Y estaba dispuesto. Conmovido, él sacó
su pago recién cobrado, se quedó con un poco y puso al hombre en el metro,
camino a la estación.
Durante la conversación ella lo escuchó pensando en que él siempre estaba
lleno de historias como esa que, si bien alguna vez le fascinaron, ahora
empezaba a dudarlas como ciertas. Era un exagerado y mentiroso.
Regresaron al camino. Junto con el atardecer, el auto parecía perseguir a
esa uña plateada que coronaba la Peña, cada vez más cercana. Llegaron justo
cuando se hizo de noche. Revisando hoteles, pudieron imaginarse haciendo el
amor en distintas camas matrimoniales. Pese a que el imaginario prometía, finalmente eligieron un cuarto de
camas dobles. Ella dijo que lo prefería por el baño de talavera, pero él sabía
que en realidad lo elegía porque podrían pelearse, esta vez y para variar, en
camas separadas.
En la noche cenaron en un italiano unos ñoquis gordísimos en salsa putanesca. Estaban sorprendentemente exquisitos.
Aplacados por el sabor y el vino melódico, pudieron hablar civilizadamente. Conteniendo
su brutalidad emocional, armaron el inicio del rescate. Él propuso que fueran a
terapia de pareja y ella, sorprendida por una iniciativa que bien pudo haber
venido de ella, aceptó.
Caminaron por los empedrados sin tocarse. Caminaron bajo la luz de unas estrellas
que parecían cantarles alucinadamente. Se fumaron un cigarro que se volvieron
cinco y larguísimos. Seguían elaborando las expectativas del nuevo elemento salvador, la
terapia. Ella puso la condición de que fuera él quien eligiera al o la sicóloga.
Temía que quien ella propusiera fuera descalificado. Él aceptó quejándose del
poco tiempo que tenía para todo y ella, con cierta intolerancia, enumeró sus propias
ocupaciones profesionales y empezó una larga perorata quejándose de su trabajo
de arquitecta: tres obras, albañiles caciques, machistas, clientes que le
tiraban la onda y de los cuales tristemente dependía su mayor ingreso. Planos,
revisiones, perseguir materiales, cotizar propuestas, aguantar a los del buró
donde -ante su creciente independencia- querían su privilegiado puesto de
asesora – dibujante- consultora del arquitecto mayor; su tío, con quien se
había peleado años antes. Por él.
Él replico viendo venir el eterno chantaje: Por él, que había dejado a su mujer por ella. Y justamente porque había tenido cojones para hacerlo, no era ni como el padre de ella ni el de él. Él había asumido el amor y el desastre, todo por ella.
Ella acotó: Por ella que había elegido destruir la familia de un cliente antes que terminar un proyecto exitoso dejando al buró en el desprestigio. Ella, que había bajado de ser la arquitecta al mando de toda una tradición para volverse consultora, premio de consolación y de humillación.
Cuando terminó
de enumerar, siguió con los compromisos de él quien su única obligación en el
mundo era escribir y cuidar a los hijos que él tenía con su matrimonio anterior
que por azahares de la modernidad vivían con ellos. Sí, en la misma casa que él
y su anterior esposa habían empezado y para la cual habían recurrido al buró de
los Ibarguengoytia. Él, que únicamente tenía que exprimir su talento
escribiendo ensayos sobre economía, viajar de vez en cuando a un congreso sobre
el tema y sentarse en su casa a redactar.
Aclarando el punto, él empezó a hablar enaltecido. Esas dos pequeñas
cosas: criar hijos y escribir artículos sobre economía le valían mucho más
dinero y le quitaban mucho más tiempo. Emulándola, no sin ironía, enumeró su
propia rutina:
Seis am levantarse a hacer desayuno, siete am levantar niños, darles de
desayunar, vestirlos y llevarlos a la escuela. Ocho am regresar a casa a leer
noticias mientras que ella duerme cuando podrían en realidad aprovechar el
tiempo para amarse. Nueve am, despertarla, hacer el desayuno para ambos, diez
am empezar a escribir, once am, al menos el primer artículo o revisar el del
día anterior. Doce am, conversar con los articulistas, editores y demases con
lo que hay que conversar. Trece horas, correr tecleando para terminar el
segundo artículo. Catorce, ir por los niños, catorce treinta, llegar a cocinar
en lo que hacen tareas. Quince treinta, comer y escucharla a ella llegar llena
de quejas. Deciséis treinta, irse con los chicos al deportivo. Diecisiete horas,
ver el tenis de uno y la natación de la otra mientras revisa los borradores de
la mañana que llevaba ya impresos y que en la parte trasera empieza a traducir
porque nunca le ha gustado que lo traduzcan. Razón por la cual él mismo se
traduce al francés y al inglés y cobra por ello. Dieciocho treinta, salir del
deportivo, a hacer compras. Diecinueve horas volver a casa, bañar niños, hacer
cena. Veinte horas, cenar. Veintiún horas, dormir chicos y ahora sí… pasar en limpio
los borradores de los artículos hasta las veintidós o veinticuatro horas,
dependiendo el nivel de clavadez, para que el fin logre el único send eyaculatorio
de día a los distintos diarios y caiga rendido junto a mujer que
tiene más quejas que caricias que contarle.
Al final, repitió en su extrema defensa, que además, todo aquel ritmo le daba
muchas más ganancias que los malabares que ella hacia para sobrevivir. Ella calló,
era cierto pero daba igual, si el quería que las cosas se arreglaran entre
ellos mediante una terapia, él tendría que conseguir al o a la terapeuta. No
había más. Él accedió sonriendo, por supuesto que él se encargaría.
A la hora de volver al cuarto donde
Chucho el roto había hecho el amor con su españolita, se sirvieron un poco del
mezcal. Rápidamente empezó a dar el efecto contrario al propósito por el
cual había sido traído. Pese a la frialdad, coincidieron que estaban hechos de
la misma talla, del mismo peso y por esa simple razón no debían de separarse. Aún
así, ni se tocaron ni se desearon y nuevamente se odiaron por eso. Él se durmió
consolando al oído con un Hayden oculto en los auriculares y despertó
escuchando el barullo de los pájaros batidos en el rumor de la Jacaranda.
Ella ya estaba
de pié haciendo la vela del yoga que le alargaba las piernas hacia un infinito
alucinante. Siempre había querido penetrarla así, él de pié, ella en la vela,
banquitos y niveles de por medio.
Acordaron subir a la peña antes de desayunar. Caminaron. Una hora más
tarde llegaron a la cima. Desde esa elevación ventosa donde los halcones los
miraban, él escribió en sus notas “Mi sombra, tan grande y rasguñada como la
roca labrada por la tormenta, se vuelve el sitio donde caer, clavado, hacia el
mundo como un dardo”.
Bajaron. Tras bañarse en momentos
separados, hacer la maleta y dejar aquel hotel de tantas confesiones, volvieron
al italiano aquel. Él tomó un periódico viejo descubriendo una cita de Clarice
Lispector “escribir es una salvación. Salva”. Se quedó pensando en cómo lo
salvarían a él sus artículos sobre el desastre que era la economía del mundo.
Tomaron de nuevo carretera. Esta vez le tocó a él manejar por entre las
cerradísimas curvas que los adentraban, de la aridez menor hacia las vísceras
doradas de la sierra gorda. Formas amplias como caderas o brazos de gigantes
amorosos entrelazados por la ranura del asfalto bacheado, por el resplandor de
la tierra ocre y naranja, ardiendo. De la roja arcilla que empezó a diluir el
amarillo en el verde hasta volver al desierto un bosque. Quizás la zona púbica
de los titanes ardorosos.
Al momento en que se acabó por completo la sierra, del desierto arrancó,
brutal, al bosque. Con él, la lluvia y la niebla y el avanzar a tientas. Intuir
apenas el camino entre ese vapor de nubes que los arrastraba a un abismo
imaginado. Co pilota y piloto concentrados, advirtiendo baches, curvas,
camiones, rebases posibles y arriesgados.
De la misma forma
súbita, bosque y selva se fundieron sobre la noche.
Justo cuando el kilometraje y las horas marcaban que ya debía de emerger el paraíso, un letrero lo anunció cual marquesina. Bajaron del auto aún cimbrados por el viaje de tantas horas, tanto ardor, tanta lluvia y tanta niebla.Los recibió una jarana potosina, distante y plena. Avanzaron por la plaza buscando desesperadamente una cerveza o un fuerte que les quitara de encima la adrenalina del viaje.
Cuando lograron recuperar su centro,
caminaron por entre las calles y ella reconoció aquel hotel donde le había
negado la reservación bajo el argumento de tener un lleno total. De todas
formas tocó el timbre. Llegó una mujer joven y educada con la que él entabló
una conversación cordial e interesante, ella preguntó su nombre y cuando le
dijo quién era, ella abrió la puerta y les ofreció el mejor cuarto del lugar.
Era un poco caro pero ella lo quería y él quería que ella lo quisiera porque bueno,
era su cumpleaños.
Se instalaron advertidos: el resto de los cuartos estaban ocupados
por un equipo de filmación que requería absoluta privacidad. Al bajar a cenar,
desde el pasillo, ella escuchó una voz remotamente familiar. Volteó. Era Zoran.
Cuando ese mono enorme, balcánico y apestoso, la abrazó fuertemente, él
sintió un celo básico, imposible de esconder. Unas ganas inmensas de
golpearlo y de arrancarla de sus brazos, de borrarla de un mundo que no fueran
sus ojos. Tuvo que controlarse porque Zoran no la soltaba. Durante varios
minutos Zoran y ella hablaron en un inglés pésimo. Al final, de pasadita, lo
presentó como su pareja. Zoran al fin lo miró. Lo abrazó fuertemente y los
invitó a cenar. Era el fotógrafo del equipo de filmación y odiaba a los
ingleses tipo Jude Law que lo habían contratado, pero bueno, el proyecto era
divertido. No dijo más.
Zoran y ella se habían conocido haciendo un catálogo de arquitectura
modernista en Nueva York hace décadas. Habían seguido siendo amigos por
internet mucho tiempo después, pero se habían perdido en las telarañas
cibernéticas.
Así las cosas,
la cena transcurrió en un ir y venir de memorias de ella y Zoran. Conforme él
estudiaba, en silencio, a Zoran, los celos desaparecieron. Era un bruto. “Típico
presuntuoso del circulito del arte que cree que a los demás nos importa un mundo
tan autorreferente y cerrado” Confió en que ella no se enredaría con tal pelmazo
de snob. Menos habiendo estado con un tipo entero como él. Vaya, y si lo
hiciera, perfecto. Así al fin podría deshacerse de ella y coger con K, a quien
por supuesto le traía ganas.
Argumentando que estaba agotado por el viaje, se despidió y se fue al cuarto en cuanto terminó la cena.
Argumentando que estaba agotado por el viaje, se despidió y se fue al cuarto en cuanto terminó la cena.
Era una habitación de ocho metros cuadrados. Al entrar se veía la cama
atravesada en la mitad del espacio. Al fondo un ventanal duraba toda la pared.
Dos columnas de madera labrada y laqueada, con motivos vegetales muy sensuales,
enmarcaban la cama enorme frente a la cual había un espejo cuyo borde, dorado y
patinado, le daba cierto misterio. A forma de cabecera, la enorme fotografía
del dueño original del cuarto avanzando en la selva exuberante con tres
papagayos trepados entre la barba, los hombros y el brazo, daba al retrato una
evocación post impresionista propia de Gauguin.
En el ventanal, una pequeña mesita esquinada, con dos sillas, invitaba a
contemplar la vista, cuando la hubiera. Atrapado por la duda, abrió la ventana.
Una nube de niebla entró al cuarto como una presencia fantasmal o divina. Él
sintió como el vaho de la noche le susurraba cosas que no entendió nunca, pero
que le parecieron ciertas. Al momento, ella entró al cuarto y la niebla salió
de la habitación manteniéndose afuera, expectante, como queriendo dar la
impresión de que nunca había entrado.
Ella se tiró en la cama y abrió los ojos. En el techo había un enorme
espejo que enmarcaba perfectamente el contorno de la cama. Tras haber
remembrado su pasado con Zoran, se encontró vieja, ridícula y tan poco sofisticada
que tras llorar un poco por aquella que ya no era, prefirió cerrar los ojos.
Esa noche durmieron espalda con espalda, sin moverse. Como piedras.
A la mañana siguiente, como no paraba de llover, fueron de compras. Ella
le contó que Zoran le había regalado un poco de mezcalina en polvo que había
conseguido días antes en Real de Catorce. La tomaron mezclada en el jugo de
naranja y se subieron al auto esperando que no les pegara durante el viaje.
Ella manejó hasta las puertas de esa construcción históricamente extraña y él
se dejó de llevar por el paisaje.
Al momento en que bajaron del auto empezó el efecto. Una sensación de
desapego y flotación trepidante se acompasó con una lluvia plena que por
fortuna espantaba a los otros turistas, pero a ellos no. Estaban preparados.
Avanzaron por entre los senderos laberínticos. Cuarta parte escultura,
cuarta parte arquitectura, cuarta parte ficción, cuarta parte naturaleza.
Se adentraron sumergidos entre hojas y columnas y lianas y flamingos
reales e irreales. Subieron por entre sinuosos laberintos de cemento no tan
viejo. La textura de la roca artificial cedía al musgo su paso inexorable hasta
la cúspide de una estructura que por momentos daba la impresión de ser una flor
de loto cubista. Ella miró hacia ese desnivel de pequeños paraísos reunidos en
un mismo canto y sintió algo que la arrastraba. Ya lo había sentido antes, en
las cascadas de Iguazú y en el cañón del Colorado. Era un recordatorio sobre la
existencia nimia. Entonces lloró. Él llevaba el ojo al visor de la cámara y
desde una corta distancia se giró para hacer una foto a la estructura donde
ella estaba. Desde el zoom la vió llorar y sintió que algo lo arrastraba.
Era
diametralmente opuesto a lo que ella sentía, no tenía nada que ver con la
imponente grandeza del paisaje sino con la impotente cercanía de los afectos. Lo suyo era un imán tan íntimo, que lo impulsaba a recobrar en ella su propia existencia. El mismo peso, la misma talla. Genoma y fenoma.
Sin pensarlo, caminó hasta ella, cruzando el laberinto de esculturas, piedra, lodo, musgo, urgido, cual cazador. Llego jadeando y pocos pasos antes, se obligo a controlarse. Le preguntó si estaba llorando y ella le sonrió irónica con las lágrimas rotas. Él acercó la mano y sin dejar de mirarla empezó a limpiar las mejillas batidas. Ella le preguntó que qué hacía y él preguntó si podía besarla. Ella lloró aún más cerrando los ojos y él la besó como si fuera la primera vez que la besara en su vida.
Sin pensarlo, caminó hasta ella, cruzando el laberinto de esculturas, piedra, lodo, musgo, urgido, cual cazador. Llego jadeando y pocos pasos antes, se obligo a controlarse. Le preguntó si estaba llorando y ella le sonrió irónica con las lágrimas rotas. Él acercó la mano y sin dejar de mirarla empezó a limpiar las mejillas batidas. Ella le preguntó que qué hacía y él preguntó si podía besarla. Ella lloró aún más cerrando los ojos y él la besó como si fuera la primera vez que la besara en su vida.
Ese beso fue el inicio de la reconciliación que tanto habían estado
esperando. Fue un beso apasionado, lleno de derrotas, vencimientos y entregas.
Duró tanto que no podían hacer más que continuarlo. Se hundieron en la
selva, lianas adentro y en un rincón oscuro se quitaron las mangas de brea que
había comprado en el mercado, se quitaron los sombreros y las pieles y entraron
en sí mismos mezclándose con la lluvia, con la selva. Batidos en el lodo de sus
propias ansias y el rumiar de las aves que los descubrieron, curiosas, pensando
en la extraña forma de comportamiento humano que veían en ellos: algo mucho más
cercano a su propia animalidad bajo la lluvia.
Llorando y riendo, se abrazaron. Ella se acurrucó entre la panza y el
pecho de él y se sintió segura, él sintió su calor y sintió que había recobrado
esa parte ancestral que alguna divinidad le había quitado.
Cuando llegó el atardecer, y la lluvia empezó a ser más filosa, buscaron
sus mangas y los sombreros. Bajaron hasta el hotel donde volvieron a hacer el
amor mientras se bañaban, quitándose en silencio las marcas del embate.
Amorosamente, se limpiaron y bajaron a cenar con una sonrisa perpetua.
En el comedor, Tilda, famosa artista de cine, cenaba rodeada por la corte
de locos internacionales: un director de arte francés, Zoran, el fotógrafo
yugoslavo que los miraba de vez en vez, divertido y suspicaz, la serie de
jovencitos ingleses que parecían salidos del genoma de Jude Law y una
vestuarista amplia y divertida con quien Zoran chismeaba.
La actriz, al
levantarse, les regaló una sonrisa que los hizo sentir menores. Al comentarlo,
rieron ante la falsa nobleza de Hollywood. La mesa, mientras se levantaba, se
despedía de ellos haciendo aspavientos de amplia superioridad. Todos menos Zoran,
quienes burlándose de sus compañeros, se sentó con ellos. Bebieron juntos una
botella de un vino madurísimo y, cuando ambos le agradecieron el regalo
contándole cómo había acabado todo, Zoran rompió en una brutal carcajada que
despertó a todo el hotel.
Durmieron abrazados. Se levantaron unidos por el tejido genital que los
había hilvanado las primeras noches de su encuentro, años antes.
Tras la mañana, en extremo erótica, se sentaron de nuevo en el restaurante.
Él pidió el desayuno incluido en el paquete, para los dos, sin consultarle. Ella,
aunque no tenía ninguna gana, no tuvo más que aceptar. En la mesa de al lado,
los ingleses compartían impresiones con el francés. Entonces ella volvió al
ruedo, había muchas cosas que hablar aún. Y él sintió de nuevo el yugo de una
exigencia que de verdad, no comprendía. Así que, harto, terminó dándole
instrucciones para que ella dejara de darle instrucciones y entre ambos se armó
un silencio trashumante que terminó por ser su verdadero e insano desayuno.
Volvieron al cuarto dispuestos a huir a las Pozas donde no había podido
nadar el día anterior debido a la lluvia. En eso estaban, cuando tocaron a la
puerta. Él fue a abrir la habitación del “Tio Eduardo”. La actriz, maquillada
y vestida como una libélula surrealista, lo miró de frente. Él esperó a que la
actriz hablara. Mientras ella se terminaba de calzar las botas, Tilda entró a
la habitación preguntándose cómo es que habían conseguido la mejor habitación
del hotel, la que usara el personaje más importante de la región. Ella contestó
un simple “les caímos bien” pero Tilda empezó a divagar mirando sus
pertenencias. Les preguntó si eran casados y él aclaró que no exactamente,
entonces Tilda, cuidando no arrugar sus alas, se dejó caer en el cama y alabó
el espejo en el techo que la reflejaba, ambos se asomaron y los tres formaron
un cuadro surrealista donde una libélula atrapaba dos moscas incrédulas o algo
así.
Les preguntó si viajaban mucho juntos y ambos negaron. Ella agregó que en
realidad era un viaje de reconciliación y Tilda preguntó si lo habían logrado.
Ambos sonrieron en silencio sin saber
qué decir y Tilda se puso a llorar. Alarmada, buscó algo con lo que pudiera
parar las lágrimas, no podía arruinar el maquillaje. Ella le pasó un paliacate
sudado y Tilda pidió perdón mientras lloraba sin poder parar hasta que uno de
los ingleses clones de Jude Law entró en la habitación buscándola, urgido.
Tilda les deseó “love, forever love” y salió corriendo, razón por la cual las
alas de libélula hacían el efecto de que volaba.
Más tarde cuando hacían el check out y se despedían, Zoran les recordó que
Tilda era recientemente viuda, su galán se había suicidado en la india, en un
viaje de reconciliación. Entonces ambos recordaron haber leído algo así en los
diarios y le pidieron que diera sus pésames.
Acamparon selva adentro. Era la última noche, así que acordaron acabarse
el mezcal que raramente había sobrevivido. Empezaron a discutir sobre la
función del mecenas con respecto al artista y la obra. Cuando las cosas
subieron de tono, producto del mezcal, de la nada él soltó una frase que ella
malinterpretó.
Él dijo que James podía hacer todo lo que quisiera porque era noble. Ella
entendió que podía hacer lo que quisiera porque era hombre. Entonces él se rió
y le dijo:
-Deja de proyectarte en tu madre
Ahí se hizo un
silencio que la devastó. Esa frase probaba lo que él guardaba hacia ella: un
desprecio matrilineal, una afronta personal para con su género encarnado en el
origen de su entidad. Porque ella era su madre y la continuidad de toda una
lucha de liberación que emprendía a la par del entendimiento, la voluntad de
conciliar con el otro - el varón en términos ontológicos- sus fuerzas. Habló
exaltada. Le contó que ella apostaba a un hombre civilizadamente femenino -que
no putón- que pudiera comprender su libertad, su capacidad de diferir en una
conversación, su voz alta, su paso fuerte, su independencia. Y le reclamó que
él estuviera castigando todo eso que ella era.
Él supo, al momento en que lo dijo, que la había herido. Aunque pidió
perdón, entendió que era demasiado para reparar el daño.
Ella siguió: también era, como su
madre, como todas, una mujer llagada por sus propias batallas. Pero compararla
y acusarla de no superar a su madre no solo lo convertía, a él, en la pareja
traidora, sino en el enemigo. Esta era la prueba de lo que temía que había
pasado entre ellos: él había comprado la batalla de domarla, la domesticación
de la fierecilla salvaje y había perdido de vista la batalla de compartir con
ella una batalla conjunta. Mientras existiera la directriz aleccionadora sobre
ella, no podría haber nada más que señalizaciones sobre su ser. Y ahí se
acababa todo.
Lo dijo llorando
y alzando la voz desgarrada. Porque no era una pequeña cosa. Porque en el fondo
hablaba de su ideología, la de él, al fin traslúcida. Que él viera en ella a su
madre y no a ella misma, la devastaba.
Cuando acabó, ella ya no pudo parar de llorar. Y él la odió por eso. La
odió porque nada de lo que ella decía para referirlo, lo encontraba suyo. Cuando
la escuchaba sentía que hablaba de un hombre que no era él. Comprobó que ella
no lo veía, no lo dimensionaba, no lo conocía. Se preguntó por qué seguía con
ella. Entonces la miró llorar y sintió algo que lo arrastraba.
Regresaron al día siguiente, siempre en silencio turnándose el volante
cada hora durante las largas ocho horas del camino. Monosilábicos y agudos,
cuidaron siempre cada una de sus palabras.
Al regresar a casa, él tomó la tarjeta de la terapeuta que lo asesorara
en su divorcio. Marcó recordando aquel beso en la cúspide del paraíso
surrealista.
El beso, por el que había valido la pena todo el viaje.
Roma sur, DF, Tequisquiapan, Jalpan, Xilitla
Noviembre
2012