domingo, 25 de noviembre de 2012

Lo que alguna vez fue puro



“El matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar,
una eterna obra inacabada,
una continua exigencia
de llegar al fondo de sí mismo
y reinventarse en relación con el otro,
Paul Auster, Carta a Carta

Suponían que un viaje rescataría a la relación. Aunque, de antemano, sabían que fenecerían en sudoeste o en oriente. Al día siguiente o en un mes. La apuesta, contra viento y marea, era una idílica metamorfosis. Ya en el colmo de la buenaventura, una translocación -ciento ochenta grados- de la entidad “pareja”.
Como se implora una caída de un veinte, buscaban trastornarse desde la punta del cogote hasta la raíz ancestral, de forma que al regreso ya fueran otros. Era una pueril ilusión. La añoranza del trueno transformador, en el fondo respondía a la idea de que un suceso místico-sicomágico les ahorraría años de terapia, borracheras lacrimosas y confesiones indebidas con extraños, además de muchísimo dolor.
Sería el último de sus viajes juntos y todo aquello que no querían llevar a la luna de miel (-da), aquello rotulado como lo “íntimo – marchito” empezaba a dibujarse poco a poco en la maleta.

Debido al estado de falsa calma, todo estaba siendo elegido con extremísima cautela. Los artículos de baño, reflejo de la convivencia íntima cotidiana, se repasaban en función de las necesidades del otro: óvulos anticonceptivos era colocados simbólicamente junto a la loción alter-shave, la pomada contra hongos al lado de las pinzas para sacar los vellitos de las cejas. Se cuidaba sobre todo que la ropa no diera dobles mensajes. El traje de baño cauto, encima del bikini provocador, escondía a su vez una tanga putona, por si acaso se daba que la reconciliación fuera en extremo lúdico-erótica. Pero estaba bien escondida.
Entre los víveres, él deslizó una botella de mezcal para sugerir una relajación provocadora y guardó un poco de marihuana pensando en la cumbre de la reconciliación: un postcoito pacheco.

 Los libros. Cada una de las lecturas de uno y otro lado eran pensadas para no causar molestias ni comentarios incómodos, mucho menos polémicas ancestrales que mostraran, de nuevo, los puntos de vista encontrados. Los elegidos eran libros neutrales, para distraer a las ardorosas tentaciones de la palabra. Los discos para el cd del auto eran parcas melodías que buscaban decir "No hablemos. Mejor un play list que nos mantenga cercanamente lejos". De ahí que fueran Pärt y Teleman quienes encabezaban la lista que buscaba la sublimación musical, muy lejos de lo humano.

El alba se encendía cuando metieron todo aquel destino en la cajuela. Subieron al auto sin hablarse. No hubo necesidad, el noticiero de la radio habló por ellos.
Al llegar al desayuno en la tradicional parada a las afueras de la ciudad, repasaron juntos los pispiretos folletos que acompañaban al mapa. En ellos se anunciaban, con espectaculares fotografías, lugares donde lo idílico prometía ser una nimiedad frente a la realidad vendida a través de lo imaginario. Compartieron expresiones monosilábicas como -Oh, ah, mjm, sí, ok - y  emprendieron la huida hacia ese paraíso donde la misión era el cliché por excelencia: renovarse o morir.

Durante la carretera volvieron a susurrar las comunes rispideces, las que siempre saltaban al aire. Sabían que eran verdaderas naderías, pero eran incontrolables. Lo peor, es que se habían vuelto sumamente poderosas y los traspasaban como balas perdidas. Cosas estúpidas como si el aire de la ventana abierta la molestaba; replicas como que el ventilador del auto para él no era suficiente. Eso sí, estaban de acuerdo en no encender el aire acondicionado porque destruía la capa de ozono. Al llegar a ese tipo de conclusiones las poderosas naderías de la destrucción se apaciguaban, pero diez kilómetros más tarde llegaba otra lluvia de absurdos: poner el cd o dejar la radio de transmisión citadina que empezaba a perderse. Ante la discusión infértil, ni Pärt ni Teleman sobrevivieron. Se acabo la música.

Treinta y cinco kilómetros más tarde, llegaron al embotellamiento de un entronque. Él habló. Le parecía que en la fila, los autos eran gotas de un río de cajitas móviles perdidas en la sierra. Siguió evocando imágenes de gotas y cajas hasta que ella habló sobre la inútil construcción de entronques que no consideraban el impacto del encuentro de tantos vehículos. Propuso exigir al menos cinco carriles para casos como el que estaban viviendo. Como únicamente había dos carriles, la discusión empezó a ladearse. Que si el carril izquierdo era mejor que el derecho o viceversa. Mientras ella cambiaba de uno a otro, aquel tropel de cuchillitos de naderías se volvió cada vez más filosos. A punto de comenzar una sádica carnicería, salieron del entronque y la carretera súbitamente se volvió de cinco carriles. Él giró el rostro y anunció con su silencio que no diría nada más. Ella se concentró en manejar  hasta que de reojo miró su perfil y se sintió aliviada de no hacer el viaje sola, como en el inicio pensó que sucedería.

El viaje surgió una semana antes cuando se levantó realmente agotada. Se dijo que si no salía de la casa unos días, a viajar, a recuperar un “yo” que estaba perdido por allá fuera, no iba a aguantar ni un mes más ni con él ni consigo misma. Además, era su cumpleaños y no quería fiesta. Por eso él se sintió obligado - chantajeado a ir con ella.

Mientras él dormía profundamente, llegaron a una caseta que apareció surgida de la nada y sin aviso. Ella tuvo que frenar no tan ligeramente. Él despertó. Ella eligió un carril donde un camión de tres ejes parecía haberse quedado atorado. Al inicio pensaron que la cajera no podía cobrar por algo así como que se le había "caído el sistema". Ya estaban los dos mentando madres contra los costos y la privatización de las carreteras del país cuando el conductor salió de su camión y fue hacia ellos. Aclaró que ni podía pagar ni pensaba irse y que buscaran otra caseta. Quería que le dieran paso, simplemente. El tipo resultó mucho más necio que ellos. Hartos de ver los dimes y diretes del conductor, él salió del auto y movilizó hacia atrás la fila donde ya había otros dos autos, un camión de redilas y otro tres ejes. Finalmente, avanzaron.

El suceso les dio horas de qué hablar. Decidieron parar a comer donde él vacacionaba en sus años de infancia. Al estacionar el auto, caminaron por el empedrado y ella encontró un grillo de patas moradas y amarillas. Observaron sus engranes, la palpitación creciente ante sus curiosas miradas. Cuando saltó, él sintió que era una señal de buena suerte. Pensó que superarían ésta crisis como habían superado tantas otras. La miró de reojo y se felicitó por haber accedido a estar con ella, así, solos, de viaje.

Durante la comida discutieron sobre el vino. Con uno de sus típicos “Por cierto” que para ella nunca venían al caso, él aprovechó para decirle que la madre de ella comía con mucha sal.  Ella resintió el comentario, le dijo que estaba convencido de que la intención era aleccionadora. –Ya sé que cuando mi madre truene, va a tronar con todo: tabaquismo, diabetes, presión alta, lo sé. Se pensó cuidando a su madre en sus últimos días. Se vio sola. Enterrándola.

Él no dijo más. Hablar de la santa madre de ella, era muy peligroso. Ambos se concentraron en afilar el oído hacia la mesa más cercana. El hijo, un bellísimo Adonis de no más de veintitrés años, venía de visita  con el novio, un varonil australopitecus de más de cuarenta. El padre y el hijo discutían álgidamente. Saltaban al aire palabras como “respeto”, “tolerancia” y apoyo. Mientras tanto el novio y la madre se sonreían incómodos.
Cuando la familia se fue, él notó que tanto el padre como el hijo había tenido o tenían leucemia. Ella preguntó por qué y él le hizo notar que ambos cojeaban de la misma pierna. Mientras el padre usaba bastón, el hijo se mantenía bastante bien, pero, como era mucho más alto que el padre seguramente sufriría más cuando sus huesos se volvieran pesados.

Más tarde, cuando el vino había logrado cierto efecto, llegó a la mesa, de la nada, el tema de los celos que según él, ella escondía. Ella lo retó a ejemplo concreto y él le hizo ver que cuando conocieron a K, K se mostró muy lanzada y ella se hizo a un lado dejándolo solo con "la acosadora". Ella defendió que justamente eso probaba que ella no era celosa, él replicó que, como ella era mucho menos transparente que el resto de las mujeres que él conocía, ella escondía sus celos en un sadomasoquismo justificado. Que, en el fondo, era una trampa echa para que él cayera y así ella pudiera comprobar su necedad ideática de que todos los hombres eran infieles y descarados como el padre de ella. Entonces aclaró que él no era como el padre de ella ni como su propio padre y que no todos los hombres tenían un molde ideático, por tanto ella debía aceptar su masoquismo y aceptar que, como todas las mujeres del mundo, era una celosa. Ella lo odió  agradeciendo la llegada de dos hondureños que frenaron la plática.
Cargando una mochila dada en un albergue, les pidieron apoyo para continuar el viaje al otro lado. Ella les dio un billete de cincuenta y lo miró implicando, pero él se negó a dar nada. Cuando los hondureños se fueron, él contó la historia del hombre de San José del Pacífico. Como era una historia nueva, y ninguno quería seguir hablando de los celos, ella escuchó.
Tenía veintitres años y había ganado su primer pago por una publicación académica sobre Adam Smith, no el rockero. Camino al metro un Oaxaqueño desubicado y con gesto de terror paranoico le pidió dinero. Para quitárselo de encima, él le dio un boleto de metro y le señaló hacia el norte. Pero cuando lo vió cruzar en medio del eje siguiendo hacia el norte sin medir las consecuencias, a ciegas, comprendió que el hombre ya había cruzado cierto umbral. Alertado por la velocidad, lo rescató del embiste de un pesero rapero. Así empezó una brevísima pero profunda amistad. El hombre había ido a la ciudad a vivir con su hermano. No por gusto. Una cuestión política había provocado en el pueblo las matanzas. Tras matarle a la mujer y al hijo, lo habían desplazado. Al llegar a la ciudad el hermano ya no estaba y eso comprobaba que nada tenía sentido en su vida. Quería y necesitaba volver a su pueblo. Sabía que regresaría a morir. Y estaba dispuesto. Conmovido, él sacó su pago recién cobrado, se quedó con un poco y puso al hombre en el metro, camino a la estación.

Durante la conversación ella lo escuchó pensando en que él siempre estaba lleno de historias como esa que, si bien alguna vez le fascinaron, ahora empezaba a dudarlas como ciertas. Era un exagerado y mentiroso.

Regresaron al camino. Junto con el atardecer, el auto parecía perseguir a esa uña plateada que coronaba la Peña, cada vez más cercana. Llegaron justo cuando se hizo de noche. Revisando hoteles, pudieron imaginarse haciendo el amor en distintas camas matrimoniales. Pese a que el imaginario prometía, finalmente eligieron un cuarto de camas dobles. Ella dijo que lo prefería por el baño de talavera, pero él sabía que en realidad lo elegía porque podrían pelearse, esta vez y para variar, en camas separadas.

            En la noche cenaron en un italiano unos ñoquis gordísimos en salsa putanesca. Estaban sorprendentemente exquisitos. Aplacados por el sabor y el vino melódico, pudieron hablar civilizadamente. Conteniendo su brutalidad emocional, armaron el inicio del rescate. Él propuso que fueran a terapia de pareja y ella, sorprendida por una iniciativa que bien pudo haber venido de ella, aceptó.

Caminaron por los empedrados sin tocarse. Caminaron bajo la luz de unas estrellas que parecían cantarles alucinadamente. Se fumaron un cigarro que se volvieron cinco y larguísimos. Seguían elaborando las expectativas del nuevo elemento salvador, la terapia. Ella puso la condición de que fuera él quien eligiera al o la sicóloga. Temía que quien ella propusiera fuera descalificado. Él aceptó quejándose del poco tiempo que tenía para todo y ella, con cierta intolerancia, enumeró sus propias ocupaciones profesionales y empezó una larga perorata quejándose de su trabajo de arquitecta: tres obras, albañiles caciques, machistas, clientes que le tiraban la onda y de los cuales tristemente dependía su mayor ingreso. Planos, revisiones, perseguir materiales, cotizar propuestas, aguantar a los del buró donde -ante su creciente independencia- querían su privilegiado puesto de asesora – dibujante- consultora del arquitecto mayor; su tío, con quien se había peleado años antes. Por él.

Él replico viendo venir el eterno chantaje: Por él, que había dejado a su mujer por ella. Y justamente porque había tenido cojones para hacerlo, no era ni como el padre de ella ni el de él. Él había asumido el amor y el desastre, todo por ella.

Ella acotó: Por ella que había elegido destruir la familia de un cliente antes que terminar un proyecto exitoso dejando al buró en el desprestigio. Ella, que había bajado de ser la arquitecta al mando de toda una tradición para volverse consultora, premio de consolación y de humillación.
Cuando terminó de enumerar, siguió con los compromisos de él quien su única obligación en el mundo era escribir y cuidar a los hijos que él tenía con su matrimonio anterior que por azahares de la modernidad vivían con ellos. Sí, en la misma casa que él y su anterior esposa habían empezado y para la cual habían recurrido al buró de los Ibarguengoytia. Él, que únicamente tenía que exprimir su talento escribiendo ensayos sobre economía, viajar de vez en cuando a un congreso sobre el tema y sentarse en su casa a redactar.

Aclarando el punto, él empezó a hablar enaltecido. Esas dos pequeñas cosas: criar hijos y escribir artículos sobre economía le valían mucho más dinero y le quitaban mucho más tiempo. Emulándola, no sin ironía, enumeró su propia rutina:

Seis am levantarse a hacer desayuno, siete am levantar niños, darles de desayunar, vestirlos y llevarlos a la escuela. Ocho am regresar a casa a leer noticias mientras que ella duerme cuando podrían en realidad aprovechar el tiempo para amarse. Nueve am, despertarla, hacer el desayuno para ambos, diez am empezar a escribir, once am, al menos el primer artículo o revisar el del día anterior. Doce am, conversar con los articulistas, editores y demases con lo que hay que conversar. Trece horas, correr tecleando para terminar el segundo artículo. Catorce, ir por los niños, catorce treinta, llegar a cocinar en lo que hacen tareas. Quince treinta, comer y escucharla a ella llegar llena de quejas. Deciséis treinta, irse con los chicos al deportivo. Diecisiete horas, ver el tenis de uno y la natación de la otra mientras revisa los borradores de la mañana que llevaba ya impresos y que en la parte trasera empieza a traducir porque nunca le ha gustado que lo traduzcan. Razón por la cual él mismo se traduce al francés y al inglés y cobra por ello. Dieciocho treinta, salir del deportivo, a hacer compras. Diecinueve horas volver a casa, bañar niños, hacer cena. Veinte horas, cenar. Veintiún horas, dormir chicos y ahora sí… pasar en limpio los borradores de los artículos hasta las veintidós o veinticuatro horas, dependiendo el nivel de clavadez, para que el fin logre el único send eyaculatorio de día a los distintos diarios y caiga rendido junto a mujer que tiene más quejas que caricias que contarle.  

Al final, repitió en su extrema defensa, que además, todo aquel ritmo le daba muchas más ganancias que los malabares que ella hacia para sobrevivir. Ella calló, era cierto pero daba igual, si el quería que las cosas se arreglaran entre ellos mediante una terapia, él tendría que conseguir al o a la terapeuta. No había más. Él accedió sonriendo, por supuesto que él se encargaría.

            A la hora de volver al cuarto donde Chucho el roto había hecho el amor con su españolita, se sirvieron un poco del mezcal. Rápidamente empezó a dar el efecto contrario al propósito por el cual había sido traído. Pese a la frialdad, coincidieron que estaban hechos de la misma talla, del mismo peso y por esa simple razón no debían de separarse. Aún así, ni se tocaron ni se desearon y nuevamente se odiaron por eso. Él se durmió consolando al oído con un Hayden oculto en los auriculares y despertó escuchando el barullo de los pájaros batidos en el rumor de la Jacaranda.
Ella ya estaba de pié haciendo la vela del yoga que le alargaba las piernas hacia un infinito alucinante. Siempre había querido penetrarla así, él de pié, ella en la vela, banquitos y niveles de por medio.

Acordaron subir a la peña antes de desayunar. Caminaron. Una hora más tarde llegaron a la cima. Desde esa elevación ventosa donde los halcones los miraban, él escribió en sus notas “Mi sombra, tan grande y rasguñada como la roca labrada por la tormenta, se vuelve el sitio donde caer, clavado, hacia el mundo como un dardo”.

            Bajaron. Tras bañarse en momentos separados, hacer la maleta y dejar aquel hotel de tantas confesiones, volvieron al italiano aquel. Él tomó un periódico viejo descubriendo una cita de Clarice Lispector “escribir es una salvación. Salva”. Se quedó pensando en cómo lo salvarían a él sus artículos sobre el desastre que era la economía del mundo.

Tomaron de nuevo carretera. Esta vez le tocó a él manejar por entre las cerradísimas curvas que los adentraban, de la aridez menor hacia las vísceras doradas de la sierra gorda. Formas amplias como caderas o brazos de gigantes amorosos entrelazados por la ranura del asfalto bacheado, por el resplandor de la tierra ocre y naranja, ardiendo. De la roja arcilla que empezó a diluir el amarillo en el verde hasta volver al desierto un bosque. Quizás la zona púbica de los titanes ardorosos.

Al momento en que se acabó por completo la sierra, del desierto arrancó, brutal, al bosque. Con él, la lluvia y la niebla y el avanzar a tientas. Intuir apenas el camino entre ese vapor de nubes que los arrastraba a un abismo imaginado. Co pilota y piloto concentrados, advirtiendo baches, curvas, camiones, rebases posibles y arriesgados.

De la misma forma súbita, bosque y selva se fundieron sobre la noche.

Justo cuando el kilometraje y las horas marcaban que ya debía de emerger el paraíso,  un letrero lo anunció cual marquesina. Bajaron del auto aún cimbrados por el viaje de tantas horas, tanto ardor, tanta lluvia y tanta niebla.Los recibió una jarana potosina, distante y plena. Avanzaron por la plaza buscando desesperadamente una cerveza o un fuerte que les quitara de encima la adrenalina del viaje.

            Cuando lograron recuperar su centro, caminaron por entre las calles y ella reconoció aquel hotel donde le había negado la reservación bajo el argumento de tener un lleno total. De todas formas tocó el timbre. Llegó una mujer joven y educada con la que él entabló una conversación cordial e interesante, ella preguntó su nombre y cuando le dijo quién era, ella abrió la puerta y les ofreció el mejor cuarto del lugar. Era un poco caro pero ella lo quería y él quería que ella lo quisiera porque bueno, era su cumpleaños.

Se instalaron advertidos: el resto de los cuartos estaban ocupados por un equipo de filmación que requería absoluta privacidad. Al bajar a cenar, desde el pasillo, ella escuchó una voz remotamente familiar. Volteó.  Era Zoran.
           
Cuando ese mono enorme, balcánico y apestoso, la abrazó fuertemente, él sintió un celo básico, imposible de esconder. Unas ganas inmensas de golpearlo y de arrancarla de sus brazos, de borrarla de un mundo que no fueran sus ojos. Tuvo que controlarse porque Zoran no la soltaba. Durante varios minutos Zoran y ella hablaron en un inglés pésimo. Al final, de pasadita, lo presentó como su pareja. Zoran al fin lo miró. Lo abrazó fuertemente y los invitó a cenar. Era el fotógrafo del equipo de filmación y odiaba a los ingleses tipo Jude Law que lo habían contratado, pero bueno, el proyecto era divertido. No dijo más.

Zoran y ella se habían conocido haciendo un catálogo de arquitectura modernista en Nueva York hace décadas. Habían seguido siendo amigos por internet mucho tiempo después, pero se habían perdido en las telarañas cibernéticas.

Así las cosas, la cena transcurrió en un ir y venir de memorias de ella y Zoran. Conforme él estudiaba, en silencio, a Zoran, los celos desaparecieron. Era un bruto. “Típico presuntuoso del circulito del arte que cree que a los demás nos importa un mundo tan autorreferente y cerrado” Confió en que ella no se enredaría con tal pelmazo de snob. Menos habiendo estado con un tipo entero como él. Vaya, y si lo hiciera, perfecto. Así al fin podría deshacerse de ella y coger con K, a quien por supuesto le traía ganas.
Argumentando que estaba agotado por el viaje, se despidió y se fue al cuarto en cuanto terminó la cena.

Era una habitación de ocho metros cuadrados. Al entrar se veía la cama atravesada en la mitad del espacio. Al fondo un ventanal duraba toda la pared. Dos columnas de madera labrada y laqueada, con motivos vegetales muy sensuales, enmarcaban la cama enorme frente a la cual había un espejo cuyo borde, dorado y patinado, le daba cierto misterio. A forma de cabecera, la enorme fotografía del dueño original del cuarto avanzando en la selva exuberante con tres papagayos trepados entre la barba, los hombros y el brazo, daba al retrato una evocación post impresionista propia de Gauguin.

En el ventanal, una pequeña mesita esquinada, con dos sillas, invitaba a contemplar la vista, cuando la hubiera. Atrapado por la duda, abrió la ventana. Una nube de niebla entró al cuarto como una presencia fantasmal o divina. Él sintió como el vaho de la noche le susurraba cosas que no entendió nunca, pero que le parecieron ciertas. Al momento, ella entró al cuarto y la niebla salió de la habitación manteniéndose afuera, expectante, como queriendo dar la impresión de que nunca había entrado.

Ella se tiró en la cama y abrió los ojos. En el techo había un enorme espejo que enmarcaba perfectamente el contorno de la cama. Tras haber remembrado su pasado con Zoran, se encontró vieja, ridícula y tan poco sofisticada que tras llorar un poco por aquella que ya no era, prefirió cerrar los ojos.

Esa noche durmieron espalda con espalda, sin moverse. Como piedras.

A la mañana siguiente, como no paraba de llover, fueron de compras. Ella le contó que Zoran le había regalado un poco de mezcalina en polvo que había conseguido días antes en Real de Catorce. La tomaron mezclada en el jugo de naranja y se subieron al auto esperando que no les pegara durante el viaje. Ella manejó hasta las puertas de esa construcción históricamente extraña y él se dejó de llevar por el paisaje.

Al momento en que bajaron del auto empezó el efecto. Una sensación de desapego y flotación trepidante se acompasó con una lluvia plena que por fortuna espantaba a los otros turistas, pero a ellos no. Estaban preparados.

Avanzaron por entre los senderos laberínticos. Cuarta parte escultura, cuarta parte arquitectura, cuarta parte ficción, cuarta parte naturaleza.

Se adentraron sumergidos entre hojas y columnas y lianas y flamingos reales e irreales. Subieron por entre sinuosos laberintos de cemento no tan viejo. La textura de la roca artificial cedía al musgo su paso inexorable hasta la cúspide de una estructura que por momentos daba la impresión de ser una flor de loto cubista. Ella miró hacia ese desnivel de pequeños paraísos reunidos en un mismo canto y sintió algo que la arrastraba. Ya lo había sentido antes, en las cascadas de Iguazú y en el cañón del Colorado. Era un recordatorio sobre la existencia nimia. Entonces lloró. Él llevaba el ojo al visor de la cámara y desde una corta distancia se giró para hacer una foto a la estructura donde ella estaba. Desde el zoom la vió llorar y sintió que algo lo arrastraba.
Era diametralmente opuesto a lo que ella sentía, no tenía nada que ver con la imponente grandeza del paisaje sino con la impotente cercanía de los afectos. Lo suyo era un imán tan íntimo, que lo impulsaba a recobrar en ella su propia existencia. El mismo peso, la misma talla. Genoma y fenoma.
Sin pensarlo, caminó hasta ella, cruzando el laberinto de esculturas, piedra, lodo, musgo, urgido, cual cazador. Llego jadeando y pocos pasos antes, se obligo a controlarse. Le preguntó si estaba llorando y ella le sonrió irónica con las lágrimas rotas. Él acercó la mano y sin dejar de mirarla empezó a limpiar las mejillas batidas. Ella le preguntó que qué hacía y él preguntó si podía besarla. Ella lloró aún más cerrando los ojos y él la besó como si fuera la primera vez que la besara en su vida.

Ese beso fue el inicio de la reconciliación que tanto habían estado esperando. Fue un beso apasionado, lleno de derrotas, vencimientos y entregas.

Duró tanto que no podían hacer más que continuarlo. Se hundieron en la selva, lianas adentro y en un rincón oscuro se quitaron las mangas de brea que había comprado en el mercado, se quitaron los sombreros y las pieles y entraron en sí mismos mezclándose con la lluvia, con la selva. Batidos en el lodo de sus propias ansias y el rumiar de las aves que los descubrieron, curiosas, pensando en la extraña forma de comportamiento humano que veían en ellos: algo mucho más cercano a su propia animalidad bajo la lluvia.

Llorando y riendo, se abrazaron. Ella se acurrucó entre la panza y el pecho de él y se sintió segura, él sintió su calor y sintió que había recobrado esa parte ancestral que alguna divinidad le había quitado.

Cuando llegó el atardecer, y la lluvia empezó a ser más filosa, buscaron sus mangas y los sombreros. Bajaron hasta el hotel donde volvieron a hacer el amor mientras se bañaban, quitándose en silencio las marcas del embate. Amorosamente, se limpiaron y bajaron a cenar con una sonrisa perpetua.

En el comedor, Tilda, famosa artista de cine, cenaba rodeada por la corte de locos internacionales: un director de arte francés, Zoran, el fotógrafo yugoslavo que los miraba de vez en vez, divertido y suspicaz, la serie de jovencitos ingleses que parecían salidos del genoma de Jude Law y una vestuarista amplia y divertida con quien Zoran chismeaba.
La actriz, al levantarse, les regaló una sonrisa que los hizo sentir menores. Al comentarlo, rieron ante la falsa nobleza de Hollywood. La mesa, mientras se levantaba, se despedía de ellos haciendo aspavientos de amplia superioridad. Todos menos Zoran, quienes burlándose de sus compañeros, se sentó con ellos. Bebieron juntos una botella de un vino madurísimo y, cuando ambos le agradecieron el regalo contándole cómo había acabado todo, Zoran rompió en una brutal carcajada que despertó a todo el hotel.

Durmieron abrazados. Se levantaron unidos por el tejido genital que los había hilvanado las primeras noches de su encuentro, años antes.

Tras la mañana, en extremo erótica, se sentaron de nuevo en el restaurante. Él pidió el desayuno incluido en el paquete, para los dos, sin consultarle. Ella, aunque no tenía ninguna gana, no tuvo más que aceptar. En la mesa de al lado, los ingleses compartían impresiones con el francés. Entonces ella volvió al ruedo, había muchas cosas que hablar aún. Y él sintió de nuevo el yugo de una exigencia que de verdad, no comprendía. Así que, harto, terminó dándole instrucciones para que ella dejara de darle instrucciones y entre ambos se armó un silencio trashumante que terminó por ser su verdadero e insano desayuno.

Volvieron al cuarto dispuestos a huir a las Pozas donde no había podido nadar el día anterior debido a la lluvia. En eso estaban, cuando tocaron a la puerta. Él fue a abrir la habitación del “Tio Eduardo”. La actriz, maquillada y vestida como una libélula surrealista, lo miró de frente. Él esperó a que la actriz hablara. Mientras ella se terminaba de calzar las botas, Tilda entró a la habitación preguntándose cómo es que habían conseguido la mejor habitación del hotel, la que usara el personaje más importante de la región. Ella contestó un simple “les caímos bien” pero Tilda empezó a divagar mirando sus pertenencias. Les preguntó si eran casados y él aclaró que no exactamente, entonces Tilda, cuidando no arrugar sus alas, se dejó caer en el cama y alabó el espejo en el techo que la reflejaba, ambos se asomaron y los tres formaron un cuadro surrealista donde una libélula atrapaba dos moscas incrédulas o algo así.
Les preguntó si viajaban mucho juntos y ambos negaron. Ella agregó que en realidad era un viaje de reconciliación y Tilda preguntó si lo habían logrado. Ambos sonrieron en silencio sin saber qué decir y Tilda se puso a llorar. Alarmada, buscó algo con lo que pudiera parar las lágrimas, no podía arruinar el maquillaje. Ella le pasó un paliacate sudado y Tilda pidió perdón mientras lloraba sin poder parar hasta que uno de los ingleses clones de Jude Law entró en la habitación buscándola, urgido. Tilda les deseó “love, forever love” y salió corriendo, razón por la cual las alas de libélula hacían el efecto de que volaba.

Más tarde cuando hacían el check out y se despedían, Zoran les recordó que Tilda era recientemente viuda, su galán se había suicidado en la india, en un viaje de reconciliación. Entonces ambos recordaron haber leído algo así en los diarios y le pidieron que diera sus pésames.

Acamparon selva adentro. Era la última noche, así que acordaron acabarse el mezcal que raramente había sobrevivido. Empezaron a discutir sobre la función del mecenas con respecto al artista y la obra. Cuando las cosas subieron de tono, producto del mezcal, de la nada él soltó una frase que ella malinterpretó.

Él dijo que James podía hacer todo lo que quisiera porque era noble. Ella entendió que podía hacer lo que quisiera porque era hombre. Entonces él se rió y le dijo:
-Deja de proyectarte en tu madre
Ahí se hizo un silencio que la devastó. Esa frase probaba lo que él guardaba hacia ella: un desprecio matrilineal, una afronta personal para con su género encarnado en el origen de su entidad. Porque ella era su madre y la continuidad de toda una lucha de liberación que emprendía a la par del entendimiento, la voluntad de conciliar con el otro - el varón en términos ontológicos- sus fuerzas. Habló exaltada. Le contó que ella apostaba a un hombre civilizadamente femenino -que no putón- que pudiera comprender su libertad, su capacidad de diferir en una conversación, su voz alta, su paso fuerte, su independencia. Y le reclamó que él estuviera castigando todo eso que ella era.

Él supo, al momento en que lo dijo, que la había herido. Aunque pidió perdón, entendió que era demasiado para reparar el daño.

Ella  siguió: también era, como su madre, como todas, una mujer llagada por sus propias batallas. Pero compararla y acusarla de no superar a su madre no solo lo convertía, a él, en la pareja traidora, sino en el enemigo. Esta era la prueba de lo que temía que había pasado entre ellos: él había comprado la batalla de domarla, la domesticación de la fierecilla salvaje y había perdido de vista la batalla de compartir con ella una batalla conjunta. Mientras existiera la directriz aleccionadora sobre ella, no podría haber nada más que señalizaciones sobre su ser. Y ahí se acababa todo.

Lo dijo llorando y alzando la voz desgarrada. Porque no era una pequeña cosa. Porque en el fondo hablaba de su ideología, la de él, al fin traslúcida. Que él viera en ella a su madre y no a ella misma, la devastaba.

Cuando acabó, ella ya no pudo parar de llorar. Y él la odió por eso. La odió porque nada de lo que ella decía para referirlo, lo encontraba suyo. Cuando la escuchaba sentía que hablaba de un hombre que no era él. Comprobó que ella no lo veía, no lo dimensionaba, no lo conocía. Se preguntó por qué seguía con ella. Entonces la miró llorar y sintió algo que lo arrastraba.

Regresaron al día siguiente, siempre en silencio turnándose el volante cada hora durante las largas ocho horas del camino. Monosilábicos y agudos, cuidaron siempre cada una de sus palabras.

Al regresar a casa, él tomó la tarjeta de la terapeuta que lo asesorara en su divorcio. Marcó recordando aquel beso en la cúspide del paraíso surrealista.

El beso, por el que había valido la pena todo el viaje.


Roma sur, DF,  Tequisquiapan, Jalpan, Xilitla
 Noviembre 2012

domingo, 11 de noviembre de 2012

LA CIUDAD INTERIOR


Mira hacia arriba tratando de respirar algo más que el sudor del vagón del metro donde viaja. Al bajar la mirada, nota el pedazo de piel casi de reojo. No parece darle importancia hasta que el vagón se mueve y su mirada queda imantada a esa espalda.
Enmarcada en una camisita de tirantes, desde su ángulo sólo puede verse el fragmento central que el destino ha puesto ahí para sus ojos.
Es un regalo.
Musita involuntariamente llamando a esa piel sudorosa, desenvuelta entre un pasillo de torsos, espaldas y mochilas cubiertas por felpa, tela y lona donde resalta la piel libre, tela viva.
Afina la mira, ya es un cazador. Camina zigzagueando por entre el vaivén del tren. Su acercamiento es cuidadoso, sutil. A cada parpadeo la distancia se acorta como en un zoom inn constante, erecto, seguro hacia el primerísimo primer plano­. Lo deleita intuir el cabello alzado, la cálida nuca. En el cuello no hay ataduras ni rastros de sol. Ni siquiera la marca de una cadena. Sabe que hay un desierto de poros a la espera de sus ojos. Su mirada pasea por la línea de vellos suaves, contoneándose cual juncos al vaivén del viento. Él sopla, la tela velluda responde moviéndose sensual hacia la dirección de su vaho. La portadora mueve levemente el rostro, él parpadea, apenas logra captar su perfil. No es fea, muy al contrario.
Ella vuelve a su posición original, la espalda queda nuevamente libre a su mirada. Sus ojos se deslizan por la columna, calando vértebra por vértebra, hasta llegar a ese montículo blanquecino. Tiene la consistencia exacta, el color requerido y, por la presión con que se esconde, seguramente la propulsión. En su cúspide, por si fuera poco, hay un punto, minúsculo y negro, que termina por coronar la perfección del absceso.
Ahora entiende que el imán que lo ha llevado, jadeante, hasta ella, es en realidad su propio abismo.
Es ideal, es precioso.
Ciego, llevado por el impulso, se ve a sí mismo avanzar por el pasillo, llegar a ella, arrastrarla contra la ventana que une al vagón con el siguiente, alzarle las manos contra pared, voltearla de espaldas y embestir al volcán jugoso de placeres, gimiendo él, gimiendo ella, el vagón extasiado.

Parpadea. Sigue ahí, a distancia prudente. La puerta del vagón se abre, los pasajeros salen. Ella se aleja. Al momento entra una nueva ola de desconocidos y ella se acomoda acercándose aún más a él. Sabiéndose protegida, se toma del barandal con ambas manos, la espalda se abre.
Ella es un regalo.
Suda, no lo puede evitar. El montículo ha quedado frente a él. Sus dedos empiezan a tener movimientos involuntarios, la mano entera se acerca lentamente hacia ese lugar donde posiblemente embone, precisa, la pinza entre el pulgar y el índice que están a punto de hacer contacto.
Si lograra detonarlo, sería suculento. Podría besarlo, morderlo, beber de él, alimentar a toda esa ciudad de perversiones que es él mismo, si lograra estallar podría…

Pero no lo hace. Está detenido a la mitad del camino. La mirada lodosa de un jugador de fútbol, vestido en traje blanqui rojizo, lo juzga fieramente. Tiene el balón sostenido en la cadera y por un momento el balón le parece un arma dispuesta a todo.
Su mano, inhibida, baja.
El vagón llega a su parada. El testigo futbolista baja, ella también se mueve.
Se está yendo,
Se está yendo y él no puede soportarlo. Debe ir tras ella.
Es mi última oportunidad para al menos, siquiera, rozarlo

Bajan del vagón. Caminan a corta distancia por el pasillo hacia el traslado. Discreto, él se acerca, aventura el dedo índice y está a punto de acariciarlo cuando ella se detiene. El índice queda inmovilizado, justo en el lugar. Él lo roza, comprueba que es gelatinoso, suspira. Ella voltea y el contacto se acaba. Los ojos enormes lo miran indagando. Apenado, fija su mirada en ella, lo ha descubierto a él,  el pervertido.
Unas…
-Buenas tardes
Amables, en un tono dulce, se acompasan. Son la melodía de un perdón.
Sorprendido, sin saber qué hacer ni qué decir, apenas responde un tímido
-Buenas…
-Qué calor ¿verdad?
-Sssssi

Un nuevo tren, de una nueva ruta, ha llegado al pasillo. El vagón abre sus puertas, ella entra, él la sigue. Un nuevo mar de gentes los apretujan, uno contra el otro. Discreta, ella le da la espalda y se embona, casi uniéndose en perfección, a su pecho.
El cabello de ella huele a coco, la piel a almendras. Ronroneando en silencio, él se acerca aún más, necesita definir el aroma del cráter. Es una mezcla de chocolate amargo con salvia, galleta de nuez de la india en mantequilla de cabra. Es un regalo hecho solamente para él. Porque solamente él sabe apreciar el placer de esas montañas que se forman en los pliegues de la piel,
Fogatas repletas de secretos…
Ella siente su mirada. La cimbra, la llama. Entonces da una nueva señal de concordia: sonríe con la velada coquetería de la falsa vergüenza. Más que suficiente para que él, hombre de mundo, seductor consciente, acerque sus labios al oído de ella y susurre.
-Tengo algo que decir
-Dígalo ya
-Es algo…
La voz de un conductor gangoso dá el aviso de llegada a una parada donde nadie baja.
-Dígalo ya
-Es…
Antes de que la puerta del vagón se cierre, un vendedor de MP3 y su enorme bocina nos evitan escuchar la sabida propuesta. Los ojos de ella parpadean sorprendidos mientras los labios de él se concretan, palabra tras palabra en lo que parece ser un poema o una canción de cuna, arrullándola; porque ella se mece, seducida, reconociéndolo con la misma sorpresa con que reconocemos al destino.
-…Entonces…
Las miradas se encuentran.
- ¿Aquí mismo?
Él sonríe.

Calor.
El vagón del metro suda, las manos de una ciudad llena de perversiones suben hacia la espalda de ella. Se colocan en posición, él está a punto de exprimir ese montículo presa de todos los delirios,
a punto.
El vagón llega a puerto. Las manos ansiosas, pierden el objetivo. Se mueven, producto del enfrenón que aquel orden, momento perfecto, descoloca.
Las puertas se abren, una multitud entra. Ya no hay posibilidad de movimiento. Desesperado, murmulla.
-Vámonos de aquí.
La abraza, ya es suya, la lleva, la dirige, apretujándose, ambos, entre esa multitud que no entendería nada. ¿Para qué explicar?, si ese vínculo íntimo únicamente puede ser comprendido entre dos seres extraños que se han encontrado para llevar a cabo la comunión secreta de un placer compartido.

La puerta del vagón se abre, salen, respiran. Las manos se unen en un enganche seguro, cómodo. Llegan hasta una esquina oscura, ella se gira, lista para sentir el embiste, dispuesta, concededora. Él siente la ansiedad, tiene que consumirla, y está a punto,
a punto
Cuando el golpe de la macana contra la puerta de metal, los hace girar.
-Joder, ¡ahora qué carajos!
Ahí está, la ley, mirándolos.
Ella vuelve a tomarlo de la mano, lo saca de ahí pasando entre la gente que se junta en filas para entrar, para salir, para moverse, para huir de ahí lo antes posible, al igual que ellos.

La ciudad arde. Dos perros jetones babean la acera. En llamas, la realidad avanza a una velocidad menor. Él la sigue, ella dirige, lo lleva por entre las calles céntricas llenas de puestos, lo pierde por entre callejones, abre la puerta de lo que antes fuera una caballeriza colonial.
Cruzan un patio empedrado donde un hilo de agua, a cuenta gotas llena una pileta. Suben por unas escaleras desniveladas, cortas y rotas que dan hasta la azotea.   
Han llegado.
Ella lo toma de ambas manos. Él también sonríe excitado. Ella lo hace avanzar hasta ese catre que parece estarla esperando, ahí a cielo abierto. Se tiende boca abajo, él la mira. Al fin descubre su verdadera identidad: es un ángel. Ella sonríe comprobándolo y gira la espalda dispuesta.
Ante le revelación, sus manos, nerviosas, se encaminan hacia el centro del volcán. Los dedos fuertes bordean la circunferencia haciendo un acento perfecto en el centro de la espalda, lo amasa desde sus pliegues, lo contiene y juega hasta que al fin, firme, lo exprime sin piedad.

Del punto negro salta una lanza que estalla en el cielo como un cohete de fiesta dejando un agujero lo suficientemente amplio como para que, tras de él, el sebo de chocolate blanco y cereza, de mantequilla miel y nuez de la india formen un ala, formen dos.
Ahora entiende la velada consistencia de las plumas.
Plácida, la criatura genera al fin su verdadera esencia. Ya volátil, se desprende del catre.
Ella, venus angelical, lo besa en el aire, y vuela.