domingo, 11 de noviembre de 2012

LA CIUDAD INTERIOR


Mira hacia arriba tratando de respirar algo más que el sudor del vagón del metro donde viaja. Al bajar la mirada, nota el pedazo de piel casi de reojo. No parece darle importancia hasta que el vagón se mueve y su mirada queda imantada a esa espalda.
Enmarcada en una camisita de tirantes, desde su ángulo sólo puede verse el fragmento central que el destino ha puesto ahí para sus ojos.
Es un regalo.
Musita involuntariamente llamando a esa piel sudorosa, desenvuelta entre un pasillo de torsos, espaldas y mochilas cubiertas por felpa, tela y lona donde resalta la piel libre, tela viva.
Afina la mira, ya es un cazador. Camina zigzagueando por entre el vaivén del tren. Su acercamiento es cuidadoso, sutil. A cada parpadeo la distancia se acorta como en un zoom inn constante, erecto, seguro hacia el primerísimo primer plano­. Lo deleita intuir el cabello alzado, la cálida nuca. En el cuello no hay ataduras ni rastros de sol. Ni siquiera la marca de una cadena. Sabe que hay un desierto de poros a la espera de sus ojos. Su mirada pasea por la línea de vellos suaves, contoneándose cual juncos al vaivén del viento. Él sopla, la tela velluda responde moviéndose sensual hacia la dirección de su vaho. La portadora mueve levemente el rostro, él parpadea, apenas logra captar su perfil. No es fea, muy al contrario.
Ella vuelve a su posición original, la espalda queda nuevamente libre a su mirada. Sus ojos se deslizan por la columna, calando vértebra por vértebra, hasta llegar a ese montículo blanquecino. Tiene la consistencia exacta, el color requerido y, por la presión con que se esconde, seguramente la propulsión. En su cúspide, por si fuera poco, hay un punto, minúsculo y negro, que termina por coronar la perfección del absceso.
Ahora entiende que el imán que lo ha llevado, jadeante, hasta ella, es en realidad su propio abismo.
Es ideal, es precioso.
Ciego, llevado por el impulso, se ve a sí mismo avanzar por el pasillo, llegar a ella, arrastrarla contra la ventana que une al vagón con el siguiente, alzarle las manos contra pared, voltearla de espaldas y embestir al volcán jugoso de placeres, gimiendo él, gimiendo ella, el vagón extasiado.

Parpadea. Sigue ahí, a distancia prudente. La puerta del vagón se abre, los pasajeros salen. Ella se aleja. Al momento entra una nueva ola de desconocidos y ella se acomoda acercándose aún más a él. Sabiéndose protegida, se toma del barandal con ambas manos, la espalda se abre.
Ella es un regalo.
Suda, no lo puede evitar. El montículo ha quedado frente a él. Sus dedos empiezan a tener movimientos involuntarios, la mano entera se acerca lentamente hacia ese lugar donde posiblemente embone, precisa, la pinza entre el pulgar y el índice que están a punto de hacer contacto.
Si lograra detonarlo, sería suculento. Podría besarlo, morderlo, beber de él, alimentar a toda esa ciudad de perversiones que es él mismo, si lograra estallar podría…

Pero no lo hace. Está detenido a la mitad del camino. La mirada lodosa de un jugador de fútbol, vestido en traje blanqui rojizo, lo juzga fieramente. Tiene el balón sostenido en la cadera y por un momento el balón le parece un arma dispuesta a todo.
Su mano, inhibida, baja.
El vagón llega a su parada. El testigo futbolista baja, ella también se mueve.
Se está yendo,
Se está yendo y él no puede soportarlo. Debe ir tras ella.
Es mi última oportunidad para al menos, siquiera, rozarlo

Bajan del vagón. Caminan a corta distancia por el pasillo hacia el traslado. Discreto, él se acerca, aventura el dedo índice y está a punto de acariciarlo cuando ella se detiene. El índice queda inmovilizado, justo en el lugar. Él lo roza, comprueba que es gelatinoso, suspira. Ella voltea y el contacto se acaba. Los ojos enormes lo miran indagando. Apenado, fija su mirada en ella, lo ha descubierto a él,  el pervertido.
Unas…
-Buenas tardes
Amables, en un tono dulce, se acompasan. Son la melodía de un perdón.
Sorprendido, sin saber qué hacer ni qué decir, apenas responde un tímido
-Buenas…
-Qué calor ¿verdad?
-Sssssi

Un nuevo tren, de una nueva ruta, ha llegado al pasillo. El vagón abre sus puertas, ella entra, él la sigue. Un nuevo mar de gentes los apretujan, uno contra el otro. Discreta, ella le da la espalda y se embona, casi uniéndose en perfección, a su pecho.
El cabello de ella huele a coco, la piel a almendras. Ronroneando en silencio, él se acerca aún más, necesita definir el aroma del cráter. Es una mezcla de chocolate amargo con salvia, galleta de nuez de la india en mantequilla de cabra. Es un regalo hecho solamente para él. Porque solamente él sabe apreciar el placer de esas montañas que se forman en los pliegues de la piel,
Fogatas repletas de secretos…
Ella siente su mirada. La cimbra, la llama. Entonces da una nueva señal de concordia: sonríe con la velada coquetería de la falsa vergüenza. Más que suficiente para que él, hombre de mundo, seductor consciente, acerque sus labios al oído de ella y susurre.
-Tengo algo que decir
-Dígalo ya
-Es algo…
La voz de un conductor gangoso dá el aviso de llegada a una parada donde nadie baja.
-Dígalo ya
-Es…
Antes de que la puerta del vagón se cierre, un vendedor de MP3 y su enorme bocina nos evitan escuchar la sabida propuesta. Los ojos de ella parpadean sorprendidos mientras los labios de él se concretan, palabra tras palabra en lo que parece ser un poema o una canción de cuna, arrullándola; porque ella se mece, seducida, reconociéndolo con la misma sorpresa con que reconocemos al destino.
-…Entonces…
Las miradas se encuentran.
- ¿Aquí mismo?
Él sonríe.

Calor.
El vagón del metro suda, las manos de una ciudad llena de perversiones suben hacia la espalda de ella. Se colocan en posición, él está a punto de exprimir ese montículo presa de todos los delirios,
a punto.
El vagón llega a puerto. Las manos ansiosas, pierden el objetivo. Se mueven, producto del enfrenón que aquel orden, momento perfecto, descoloca.
Las puertas se abren, una multitud entra. Ya no hay posibilidad de movimiento. Desesperado, murmulla.
-Vámonos de aquí.
La abraza, ya es suya, la lleva, la dirige, apretujándose, ambos, entre esa multitud que no entendería nada. ¿Para qué explicar?, si ese vínculo íntimo únicamente puede ser comprendido entre dos seres extraños que se han encontrado para llevar a cabo la comunión secreta de un placer compartido.

La puerta del vagón se abre, salen, respiran. Las manos se unen en un enganche seguro, cómodo. Llegan hasta una esquina oscura, ella se gira, lista para sentir el embiste, dispuesta, concededora. Él siente la ansiedad, tiene que consumirla, y está a punto,
a punto
Cuando el golpe de la macana contra la puerta de metal, los hace girar.
-Joder, ¡ahora qué carajos!
Ahí está, la ley, mirándolos.
Ella vuelve a tomarlo de la mano, lo saca de ahí pasando entre la gente que se junta en filas para entrar, para salir, para moverse, para huir de ahí lo antes posible, al igual que ellos.

La ciudad arde. Dos perros jetones babean la acera. En llamas, la realidad avanza a una velocidad menor. Él la sigue, ella dirige, lo lleva por entre las calles céntricas llenas de puestos, lo pierde por entre callejones, abre la puerta de lo que antes fuera una caballeriza colonial.
Cruzan un patio empedrado donde un hilo de agua, a cuenta gotas llena una pileta. Suben por unas escaleras desniveladas, cortas y rotas que dan hasta la azotea.   
Han llegado.
Ella lo toma de ambas manos. Él también sonríe excitado. Ella lo hace avanzar hasta ese catre que parece estarla esperando, ahí a cielo abierto. Se tiende boca abajo, él la mira. Al fin descubre su verdadera identidad: es un ángel. Ella sonríe comprobándolo y gira la espalda dispuesta.
Ante le revelación, sus manos, nerviosas, se encaminan hacia el centro del volcán. Los dedos fuertes bordean la circunferencia haciendo un acento perfecto en el centro de la espalda, lo amasa desde sus pliegues, lo contiene y juega hasta que al fin, firme, lo exprime sin piedad.

Del punto negro salta una lanza que estalla en el cielo como un cohete de fiesta dejando un agujero lo suficientemente amplio como para que, tras de él, el sebo de chocolate blanco y cereza, de mantequilla miel y nuez de la india formen un ala, formen dos.
Ahora entiende la velada consistencia de las plumas.
Plácida, la criatura genera al fin su verdadera esencia. Ya volátil, se desprende del catre.
Ella, venus angelical, lo besa en el aire, y vuela.

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