Mira hacia arriba
tratando de respirar algo más que el sudor del vagón del metro donde viaja. Al
bajar la mirada, nota el pedazo de piel casi de reojo. No parece darle
importancia hasta que el vagón se mueve y su mirada queda imantada a esa espalda.
Enmarcada en una
camisita de tirantes, desde su ángulo sólo puede verse el fragmento central que
el destino ha puesto ahí para sus ojos.
Es un regalo.
Musita involuntariamente
llamando a esa piel sudorosa, desenvuelta entre un pasillo de torsos, espaldas
y mochilas cubiertas por felpa, tela y lona donde resalta la piel libre, tela
viva.
Afina la mira, ya es un
cazador. Camina zigzagueando por entre el vaivén del tren. Su acercamiento es cuidadoso,
sutil. A cada parpadeo la distancia se acorta como en un zoom inn constante, erecto, seguro hacia el primerísimo primer
plano. Lo deleita intuir el cabello alzado, la cálida nuca. En el cuello no
hay ataduras ni rastros de sol. Ni siquiera la marca de una cadena. Sabe que
hay un desierto de poros a la espera de sus ojos. Su mirada pasea por la línea
de vellos suaves, contoneándose cual juncos al vaivén del viento. Él sopla, la
tela velluda responde moviéndose sensual hacia la dirección de su vaho. La portadora
mueve levemente el rostro, él parpadea, apenas logra captar su perfil. No es
fea, muy al contrario.
Ella vuelve a su
posición original, la espalda queda nuevamente libre a su mirada. Sus ojos se
deslizan por la columna, calando vértebra por vértebra, hasta llegar a ese
montículo blanquecino. Tiene la consistencia exacta, el color requerido y, por
la presión con que se esconde, seguramente la propulsión. En su cúspide, por si
fuera poco, hay un punto, minúsculo y negro, que termina por coronar la
perfección del absceso.
Ahora entiende que el imán
que lo ha llevado, jadeante, hasta ella, es en realidad su propio abismo.
Es ideal, es precioso.
Ciego, llevado por el impulso,
se ve a sí mismo avanzar por el pasillo, llegar a ella, arrastrarla contra la
ventana que une al vagón con el siguiente, alzarle las manos contra pared,
voltearla de espaldas y embestir al volcán jugoso de placeres, gimiendo él,
gimiendo ella, el vagón extasiado.
Parpadea. Sigue ahí, a
distancia prudente. La puerta del vagón se abre, los pasajeros salen. Ella se
aleja. Al momento entra una nueva ola de desconocidos y ella se acomoda
acercándose aún más a él. Sabiéndose protegida, se toma del barandal con ambas
manos, la espalda se abre.
Ella es un regalo.
Suda, no lo puede
evitar. El montículo ha quedado frente a él. Sus dedos empiezan a tener
movimientos involuntarios, la mano entera se acerca lentamente hacia ese lugar
donde posiblemente embone, precisa, la pinza entre el pulgar y el índice que están
a punto de hacer contacto.
Si lograra detonarlo, sería
suculento. Podría besarlo, morderlo, beber de él, alimentar a toda esa ciudad
de perversiones que es él mismo, si lograra estallar podría…
Pero no lo hace. Está
detenido a la mitad del camino. La mirada lodosa de un jugador de fútbol,
vestido en traje blanqui rojizo, lo juzga fieramente. Tiene el balón sostenido
en la cadera y por un momento el balón le parece un arma dispuesta a todo.
Su mano, inhibida, baja.
El vagón llega a su
parada. El testigo futbolista baja, ella también se mueve.
Se está yendo,
Se está yendo y él no
puede soportarlo. Debe ir tras ella.
Es mi última oportunidad para al menos, siquiera, rozarlo
Bajan del vagón. Caminan
a corta distancia por el pasillo hacia el traslado. Discreto, él se acerca,
aventura el dedo índice y está a punto de acariciarlo cuando ella se detiene.
El índice queda inmovilizado, justo en el lugar. Él lo roza, comprueba que es
gelatinoso, suspira. Ella voltea y el contacto se acaba. Los ojos enormes lo
miran indagando. Apenado, fija su mirada en ella, lo ha descubierto a él, el pervertido.
Unas…
-Buenas tardes
Amables, en un tono
dulce, se acompasan. Son la melodía de un perdón.
Sorprendido, sin saber
qué hacer ni qué decir, apenas responde un tímido
-Buenas…
-Qué calor ¿verdad?
-Sssssi
Un nuevo tren, de una
nueva ruta, ha llegado al pasillo. El vagón abre sus puertas, ella entra, él la
sigue. Un nuevo mar de gentes los apretujan, uno contra el otro. Discreta, ella
le da la espalda y se embona, casi uniéndose en perfección, a su pecho.
El cabello de ella huele
a coco, la piel a almendras. Ronroneando en silencio, él se acerca aún más,
necesita definir el aroma del cráter. Es una mezcla de chocolate amargo con
salvia, galleta de nuez de la india en mantequilla de cabra. Es un regalo hecho
solamente para él. Porque solamente él sabe apreciar el placer de esas montañas
que se forman en los pliegues de la piel,
Fogatas repletas de secretos…
Ella siente su mirada. La
cimbra, la llama. Entonces da una nueva señal de concordia: sonríe con la
velada coquetería de la falsa vergüenza. Más que suficiente para que él, hombre
de mundo, seductor consciente, acerque sus labios al oído de ella y susurre.
-Tengo algo que decir
-Dígalo ya
-Es algo…
La voz de un conductor gangoso
dá el aviso de llegada a una parada donde nadie baja.
-Dígalo ya
-Es…
Antes de que la puerta
del vagón se cierre, un vendedor de MP3 y su enorme bocina nos evitan escuchar
la sabida propuesta. Los ojos de ella parpadean sorprendidos mientras los
labios de él se concretan, palabra tras palabra en lo que parece ser un poema o
una canción de cuna, arrullándola; porque ella se mece, seducida,
reconociéndolo con la misma sorpresa con que reconocemos al destino.
-…Entonces…
Las miradas se
encuentran.
- ¿Aquí mismo?
Él sonríe.
Calor.
El vagón del metro suda,
las manos de una ciudad llena de perversiones suben hacia la espalda de ella. Se
colocan en posición, él está a punto de exprimir ese montículo presa de todos
los delirios,
a punto.
El vagón llega a puerto.
Las manos ansiosas, pierden el objetivo. Se mueven, producto del enfrenón que
aquel orden, momento perfecto, descoloca.
Las puertas se abren,
una multitud entra. Ya no hay posibilidad de movimiento. Desesperado, murmulla.
-Vámonos de aquí.
La abraza, ya es suya,
la lleva, la dirige, apretujándose, ambos, entre esa multitud que no entendería
nada. ¿Para qué explicar?, si ese vínculo íntimo únicamente puede ser
comprendido entre dos seres extraños que se han encontrado para llevar a cabo la
comunión secreta de un placer compartido.
La puerta del vagón se
abre, salen, respiran. Las manos se unen en un enganche seguro, cómodo. Llegan
hasta una esquina oscura, ella se gira, lista para sentir el embiste,
dispuesta, concededora. Él siente la ansiedad, tiene que consumirla, y está a
punto,
a punto
Cuando el golpe de la
macana contra la puerta de metal, los hace girar.
-Joder, ¡ahora qué
carajos!
Ahí está, la ley,
mirándolos.
Ella vuelve a tomarlo de
la mano, lo saca de ahí pasando entre la gente que se junta en filas para
entrar, para salir, para moverse, para huir de ahí lo antes posible, al igual
que ellos.
La ciudad arde. Dos
perros jetones babean la acera. En llamas, la realidad avanza a una velocidad
menor. Él la sigue, ella dirige, lo lleva por entre las calles céntricas llenas
de puestos, lo pierde por entre callejones, abre la puerta de lo que antes
fuera una caballeriza colonial.
Cruzan un patio
empedrado donde un hilo de agua, a cuenta gotas llena una pileta. Suben por
unas escaleras desniveladas, cortas y rotas que dan hasta la azotea.
Han llegado.
Ella lo toma de ambas
manos. Él también sonríe excitado. Ella lo hace avanzar hasta ese catre que
parece estarla esperando, ahí a cielo abierto. Se tiende boca abajo, él la
mira. Al fin descubre su verdadera identidad: es un ángel. Ella sonríe
comprobándolo y gira la espalda dispuesta.
Ante le revelación, sus
manos, nerviosas, se encaminan hacia el centro del volcán. Los dedos fuertes
bordean la circunferencia haciendo un acento perfecto en el centro de la
espalda, lo amasa desde sus pliegues, lo contiene y juega hasta que al fin,
firme, lo exprime sin piedad.
Del punto negro salta una
lanza que estalla en el cielo como un cohete de fiesta dejando un agujero lo
suficientemente amplio como para que, tras de él, el sebo de chocolate blanco y
cereza, de mantequilla miel y nuez de la india formen un ala, formen dos.
Ahora entiende la velada
consistencia de las plumas.
Plácida, la criatura genera
al fin su verdadera esencia. Ya volátil, se desprende del catre.

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